Me llama uno de mis amigos por teléfono. Hablamos de varias cosas. Al final, me dice que va a ir a Zamora para ver a su madre, que estuvo ingresada en el Hospital Provincial. Nada grave, al parecer. Pero le tocó estar quince días allí. Mi colega no conocía el Hospital Provincial. Nunca había entrado. Yo sí. Estuve ingresado un par de veces. Así que nos pusimos a hablar del tema.
No sé si lo recuerdan, pero hace años, tras dos hospitalizaciones, hablé del Rodríguez Chamorro. Hablé bien del personal y mal de las instalaciones. Es un edificio curioso: quienes allí trabajan te dan un trato exquisito, la atención es magnífica, la gente es agradable; pero, en contraposición al buen trato humano, están las instalaciones. Pensé que, con los años, algo habría cambiado. Pero no. Siguen siendo tercermundistas. A la madre de mi amigo la metieron en una habitación en la que había varias mujeres más. Un par de ellas se murieron. A mí también, lo recuerdo ahora, me asignaron (en la segunda ocasión) un cuarto enorme en el que compartí reclusión con cuatro pacientes más. Es una lata. Cuesta volver a compartir cuarto con otras personas, como cuando eras un crío y dormías en la misma habitación que tus hermanos. Cuesta acostumbrarse a los ronquidos, a las toses de madrugada, a que alguien se levante en mitad de la noche para ir a orinar. Si eso cuesta, imaginen lo que cuesta acostumbrarse a que tus compañeros de habitación fallezcan. Allí, delante de ti. No me sucedió a mí, por fortuna para mis ojos y para mis compañeros de cuarto. Le sucedió a la madre de mi amigo. Me habló de chaperones, de agujeros en las paredes, de retales. Lo entiendo. Lo viví. Lo padecí. Suerte que a mi lado solían estar los médicos, los enfermeros, los auxiliares. La primera vez me fijé en un par de agujeros en el cuarto. Pregunté que era aquello. Era lo que quedaba de un televisor. La gente robaba las televisiones, se metía en los cuartos a hurgar en los armarios, arrancaba todo aquello a lo que pudiera sacarle algún partido en su casa. Por eso mismo, una enfermera me recomendó esconder la cartera y demás objetos de valor. Y así lo hice.
En la planta en la que estuvo esta madre de la que hablo no había servicios en las habitaciones. Me lo dice mi amigo, con asombro. También, ay, sabía eso por propia experiencia. A mí me ingresaron en la cuarta planta. No sé ahora, pero entonces las habitaciones de los enfermos tampoco disponían de lavabos. El servicio de caballeros, para todos los hombres de la planta, estaba en un extremo. Al otro extremo, si mal no recuerdo, estaba el servicio de mujeres. Lo escribí en su momento: tenía una bañera y dos retretes. Y tres lavabos de tamaño bolsillo. En pleno siglo veintiuno; en una ciudad que progresa despacio, pero progresa. Como para una prisa. Si uno entraba por la mañana a despojarse de lo que le sobraba en los intestinos y las dos puertas estaban cerradas, tenía que salir al pasillo y esperar de brazos cruzados. Un tipo, aunque esté recién operado, siempre prefiere (si nada se lo impide, si todavía puede caminar, aunque sea con dificultad) levantarse de la cama e ir hasta el váter. Pero aquellas letrinas estaban fuera. Había que salir del cuarto, atravesar el pasillo, moverse más de la cuenta. No sé si aquella planta sigue así. Me temo que no ha cambiado. Por suerte, no he tenido que volver a que me ingresen o a visitar a los pacientes. En enero de este año anunciaron que la remodelación del Hospital Provincial empezaría por las plantas quinta y sexta. No he vuelto a saber nada del tema.