Reconozco ser criatura de costumbres, y entre ellas están no sólo mis paseos, sino la asistencia a los bares, en especial si tienen pinchos y raciones. He escuchado durante años, tanto a leoneses como a zamoranos, hablar una y otra vez del Barrio Húmedo, ensalzar sus virtudes, y debo reconocer que la leyenda está a la altura e incluso que la supera. Por si existe alguien que aún no haya puesto un pie en el Húmedo, aclaro que es una especie de Los Herreros de Zamora, pero a lo bestia: más bares, más calles, más espacio. Para mí Los Herreros es un paraíso, así que imaginen lo que sentí al entrar en el Barrio Húmedo. De alguna manera, la disposición del entramado de calles, o quizá las fachadas de los bares, o cierta arquitectura de los edificios de esta zona, o tal vez el ambiente, me recordó a la zona de tapas de Gijón. Si hubiese conocido primero León, sería al revés: las callejuelas de Gijón me recordarían al Húmedo. Aunque estoy comiendo poco este verano, no me privé de probar todas las delicias gastronómicas que me recomendaron: el chorizo a la plancha, la sopa de trucha, las patatas fritas con pimentón, la morcilla a la leonesa, la cecina, las salchichas, los champiñones, las tostas de jamón serrano, el queso con guindilla, las pizzas de La Competencia, etcétera.
León es tierra de alimentos increíbles. Un sitio en el que se come y se bebe bien ya no se olvida, y por eso no olvidaré León: por su gastronomía, por sus calles y por sus escritores. Me gustó la tradición de la tapa: en los bares, junto a la consumición (un vino, una cerveza, lo que sea), el camarero te sirve una tapa gratuita. Amén de lo que quieras pedir. Las tapas son descomunales, gigantescas, y un par de ellas podrían bastar para saciarnos el apetito. Esto también es costumbre de Salamanca, pero las raciones no son tan generosas. En Madrid son más rácanos y sólo ponen un platillo de cacahuetes con maíz frito, o un plato minúsculo de aceitunas, o un cuenco de patatas fritas de bolsa. Sin olvidar que, en Madrid, por lo general a mí no me ponen nada, quizá porque me ven flaco y piensan que no necesito comer. Por otra parte, he olvidado los nombres de los garitos. Salvo el nombre del más famoso, del que tanto había oído hablar: La Bicha, en la Plaza de San Martín, donde sirven la que, dicen, es la mejor morcilla de la ciudad. Y me lo creo. Tiene un aspecto horrible, pero es exquisita. Citando a un amigo mío: “Está más rica que el sudor de Dios”. Había oído bastantes leyendas sobre el dueño y camarero de La Bicha: que echa la bronca a la gente, que pone el cartel de “Aforo completo” y acostumbra a discutir con el personal y, en efecto, son todas ciertas, pero a mí me parece que hay algo de teatro en ello, que el dueño es ya un espectáculo en sí mismo y es fiel a su show. A mí me cayó simpático, me hizo reír, pero comprendo que a todo el mundo no le pase lo mismo.
El sábado, después de las tapas correspondientes a la hora de comer, estuvimos a la sombra de La Catedral, sentados en una terraza, disfrutando del sosiego vespertino. Me encontré muy cómodo paseando por las calles de la parte antigua. En un garito bebimos cócteles. En otro, escanciamos sidra (con máquina: no sabemos hacerlo de otro modo). Fotografié a los gatos callejeros, que cenaban entre las sombras de un muro. Crucé la Plaza Mayor de noche, cuando colocaban toldos y tenderetes para un mercado, y la volví a cruzar varias horas después, cuando sólo quedaban las huellas del comercio o la feria. Agoté todos mis cartuchos en las juergas nocturnas, apuré hasta la última gota de las rutas de madrugada, y por eso sigo agotado.