En una finca. Rodeados de amigos y familiares, decidimos dar una caminata por el campo. Los perros nos siguen. Cinco perros, en principio. El último aún tardará en aparecer y acompañarnos, se incorporará más tarde al paseo. De los otros cuatro, hay uno inmenso, cachazudo, lento, muy viejo y algo cojo para seguirnos. En la primera vuelta del camino se detiene, nos mira. Nos observa alejarnos con esa aceptación que poseen los ancianos cuando reconocen que, en las fiestas del pueblo, ya no pueden unirse al baile de los jóvenes. Nos da pena. Se nos parte el corazón. El corazón es un órgano que, cuando llega la vejez, está triturado en miles de pedazos. Allí queda, mirándonos, entristecido y aceptando su suerte. De los otros tres perros hay uno grande que sigue los pasos del más pequeño en tamaño. El mediano se conforma con ladrar y aún se niega a aventurarse en la espesura. Es el más joven. El más pequeño en tamaño, sin embargo, es el más viejo, ahora que ha quedado atrás aquel perro cachalote de ojos cansados. Este pequeño aloja la sabiduría y la experiencia: era vagabundo hasta que lo acogieron en la finca, así que conoce el hambre, la soledad de los caminos y la lucha por la supervivencia. Vamos bosque a través, con la mirada repartida entre el bello paisaje y la tierra minada de bostas vacunas.
No tarda en aparecer el quinto perro. A uno le cuesta diferenciar entre algunas razas de canes, así que es conveniente que uno se calle y no meta la pata; la distinción hay que dejársela para quienes saben. Pero el quinto perro, que vive en la casa de al lado, parece que no gusta al pequeño y viejo cazador. En cuanto aparece, lo persigue, y el grande se suma a la persecución. Hay una pelea, que no vemos porque las jaras y los árboles nos lo impiden. Después tendremos la ocasión de comprobar cómo se hacen trizas. Siempre empieza así: el viejo, que es el jefe, trota delante, aparece y desaparece, se sabe de memoria los atajos y los senderos. Cuando el recién llegado se mete en un callejón sin salida (debajo de un remolque junto al cercado de las vacas, en una depresión del terreno, contra una hilera de alambradas), igual que un boxeador que retrocede hasta la esquina del cuadrilátero, el pequeño se coloca a su izquierda y le lanza una dentellada. El grande se coloca a su derecha y le pega ágiles mordiscos. Aprovechan que el último en incorporarse a la excursión está echado en un rincón para machacarlo entre los dos. Son sus leyes. Hay que pulverizar al más débil o al que repudian, por alguna razón que sólo ellos saben y nosotros ignoramos. El agredido se defiende, panza arriba, lanzando sus colmillos a derecha e izquierda, a derecha e izquierda, una y otra vez, sin perder un segundo, luchando por su vida y por su pellejo, como el tipo al que atacan otros hombres en una bronca callejera.
Es difícil impedirlo. Si uno se acerca demasiado puede llevarse una dentellada. A uno le pasó hace años algo así; sus perros se peleaban por la comida y, cuando quiso separarlos, su autoridad y su cerebro de humano le sirvieron de poco: un mordisco perdido le alcanzó la mano y tuvo que ir a Urgencias, pero al menos la pelea terminó en ese momento de dolor y rabia. Uno de nosotros se aproxima y los regaña, trata de mover los brazos y gritar, para ahuyentarlos. Funciona. Se separan. El perro que está en desventaja, mojado tras atravesar una zanja llena de agua sucia, tiembla y se acerca a nosotros. Durante el resto de la excursión camina entre los humanos. No se aparta. Sabe dónde está a salvo. De vez en cuando, uno mismo se detiene y le da una palmada de aliento en la cabeza. Mañana será más fuerte. Pero hoy tiembla.