Estaba viendo un telediario, a pesar de mi aversión a las tropelías que suelen cometer sus responsables cuando utilizan el lenguaje políticamente correcto y lleno de eufemismos, cuando dieron la noticia de un robot creado por japoneses a imagen y semejanza de un niño. Cobija hasta treinta y seis expresiones faciales, entre ellas el fruncido de ceño, la sonrisa y el miedo. Pone los pelos de punta, como sucede con todo lo que es inanimado con apariencia de animado: las muñecas antiguas de porcelana, las figuras de cera bien hechas y cosas así. Antes veíamos a los robots en las películas y, aunque nos gustaban, no dejábamos de reírnos por lo bajo, con cierto cachondeo y con cierta incredulidad, y ahora los vemos ya en los telediarios, poniendo caras raras o sirviendo desayunos a sus creadores o haciendo ruiditos espeluznantes. Nadie se creía que el hombre pudiera volar, ni que el mundo pudiera conectarse al mismo tiempo a través de los ordenadores, ni que pudiéramos charlar con un 3-PO. Pero todo es posible, salvo evitar la muerte y, de momento, resucitar (digo “de momento” porque, cuando el mundo se vaya al carajo en su totalidad, igual entonces sí resucitamos).
Fui un lector adolescente de ciencia-ficción. La saga de “Dune”, de Frank Herbert. Las “Tropas del espacio”, de Robert A. Heinlein (no me atreví a ver la película, por si se hubieran pasado con las traiciones al espíritu del libro). Y su novela “Viernes”, que me sedujo y me asqueó al mismo tiempo. “El fugitivo” y “La larga marcha”, ambas de Richard Bachman, pseudónimo de Stephen King. Algunos relatos de Isaac Asimov, etcétera. Y un olvido imperdonable que un día de estos subsanaré: Philip K. Dick, de quien sólo conozco “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?” Una de las últimas novelas del género me la prestó un amigo, y no estaba nada mal: “Clones”, de Michael Marshall Smith. En cualquier caso, es un género que abandoné hace tiempo. Y aquí es donde quiero enlazar con el robot del principio de este artículo: ahora la ciencia-ficción que yo leo, aunque esa ficción se va convirtiendo en realidad, está en el apartado de “Tecnología” de los periódicos.
Procuro estar al tanto de dicha sección, y a diario leo noticias a las que me cuesta dar crédito. Casi todos los caminos conducen o pasan por la red, por internet. Directores de cine que esquivan la censura gracias al YouTube, ese extraño mundo paralelo que llaman Second Life, sensores digitales que facilitan el tránsito de fotografías hasta el ordenador sin recurrir al flash, sonido holofónico, noticias sobre el gran cambio de la sociedad española (basado en la revolución tecnológica). Palabras raras o en otro idioma, a cuyo manejo nos empezamos a acostumbrar: Google, chat, widget, geek, iTunes, weblog, cookie, firewall, banner, pop-under, webmaster, dialer, spyware, spam, blogger, postmaster, etcétera. Palabras que a mi madre probablemente le sonarán a chino. Pero que ahí están. A veces uno utiliza media docena de estos términos y cuando los escucha alguien que no está acostumbrado a la informática o a navegar por la red, cree que hablamos en otro idioma o que nos hemos vuelto locos. Al hilo de este tema, el viernes vi en YouTube (¿dónde, si no?) un curioso cortometraje rodado por un italiano. Se titula “Prometeus. La revolución de los medios”, y nos cuenta, en poco más de cinco minutos, cómo el mundo ha avanzado gracias a la comunicación virtual, y especula con lo que podría pasar en el futuro, de aquí a cincuenta años. Un futuro dominado por Second Life, Amazon y Google.