De vez en cuando me place dar un paseo por Huertas, o sea, el Barrio de las Letras de Madrid y, al salir de allí, encaminarme hasta la Plaza Mayor, con esa sabrosa estampa en la que se mezclan los guiris y los conserjes y camareros con modos y costumbres aún de la España cañí. Pasear por el Barrio de las Letras, primero calle abajo y luego calle arriba, depara muchas satisfacciones. Entre ellas, leer el principio de las placas que le han puesto a Miguel de Cervantes o a mi paisano León Felipe. Digo el principio porque contienen textos demasiados extensos, y cuando lleva uno cuatro líneas se cansa y se va. No es lo mismo leer en casa, sentado en el sofá, pasando páginas, que leer de pie, bajo la furia del sol de estos días, que tamborilea con sus dedos en la cabeza, y con todo el jaleo urbano, que impide la concentración. Cuando uno vuelve por la calle, de regreso, hacia arriba, donde se conjugan esos bares para extranjeros a los que clavan al cobrarles un tinto y una ración de calamares, es conveniente mirar hacia el suelo para leerse otra vez los fragmentos de obras de literatos que brillan en los adoquines. En esas tascas, con tumultuosa y alegre decoración ibérica, los turistas se sienten a gusto porque pueden ver de un vistazo la reunión de los tópicos españoles: la cabeza disecada de toro, la fotografía de una vieja gloria del toreo, el autógrafo de una folclórica o de un artista que pasó por allí en los tiempos del dictador, la efigie de escayola de algún santo patrón, el cartel de un partido de fútbol de esos que hicieron historia. Tienen vermú de grifo y huele a aceitunas.
El otro día me fijé, dando un paseo por esas calles, en el menú que, escrito a mano, está expuesto en algunos escaparates. Con una caligrafía exacta, aunque demasiado rudimentaria, como si lo hubiese escrito un niño que ha crecido antes de tiempo y se ha vuelto formal, reproducen platos que uno desconocía y recetas de cócteles y brebajes que suenan muy bien al oído. En las librerías de antigüedades nunca me atrevo a entrar, pues sospecho que no tendré suficiente dinero para comprarme ejemplares tan añejos y bien conservados, y me conformo con curiosear el muestrario polvoriento del escaparate y más allá, es decir, al fondo de la tienda, donde siempre hay algún librero, solitario, sentado y entretenido en lo suyo, que nos recuerda al Geppetto de “Pinocho”, la película de dibujos animados. No falta algún ocioso comiéndose un bocadillo en un banco, o un tipo que pide limosna de rodillas, ni un desesperado que bebe como si el Apocalipsis fuera mañana mismo.
Desde allí me gusta ir hasta la Plaza Mayor. La otra tarde, después de descifrar esos menús a mano del Barrio de las Letras, quise dar una vuelta completa por los soportales. A la puerta de los restaurantes los camareros ofrecen a los guiris una mesa en las terrazas o en el interior de los establecimientos. A mí no me la ofrecieron, quizá porque notan que no soy un extranjero o que estoy avisado. No me pasa así en mi barrio, donde subir la calle Lavapiés se convierte en un continuo rechazo de las invitaciones a tomar asiento en las terrazas de los garitos hindúes. En la Plaza Mayor, ahora que hace buen tiempo, florecen las sombrillas y las terrazas. Me fijo, de pasada, en todos esos pintores que se ofrecen a hacer la caricatura o un dibujo al carboncillo. Para demostrar su pericia, tienen algunos lienzos junto a las fotografías y postales de donde han sacado el modelo para dibujar a tal o cual actor de Hollywood. La mayoría son muy malos, meras fotocopias a lápiz. Pero es una de las cualidades del encanto de estos lugares, embrujados de sentimentalismo cañí.