Abro el buzón y encuentro en su interior un pequeño panfleto. Se titula “Lavapiés no pasa”. Varios ciudadanos del barrio se han unido en una propuesta común: “Vecinos de Lavapiés”. Leo lo que piden, lo que exigen, lo que reclaman, los pasos que están dando para erradicar la abyección, la suciedad, la venta de droga. Tienen razón. Pero no me uno a ellos porque me gusta ir por libre. Si uno empieza a meterse en clubs y en asociaciones donde tengan la descabellada idea de admitirle, al final se enreda demasiado. Yo prefiero combatir desde mi trinchera, a golpe de tecla. Cuando vine a vivir al barrio, leí un proyecto de Alberto Ruiz-Gallardón que incluía un paquete de medidas y leyes para limpiar estas calles y devolverles ese antiguo esplendor del que tanto me han hablado y que no conozco. El tiempo ha pasado y Gallardón no ha movido un dedo, salvo para poner multas a los coches de los no residentes, o sea, para recaudar fondos. El tiempo ha pasado y el barrio sigue peor o igual, pero Gallardón ha ganado las elecciones porque quienes les votan son quienes viven en barrios donde no hay tanta violencia, tanta suciedad, tantos vagabundos durmiendo en el suelo y tantos chavales esnifando pegamento y vendiendo costo.
Ahora los vecinos han empezado a grabar desde sus balcones algunas escenas, para demostrar que cuanto aquí se cuece sobrepasa los límites de lo aceptable, al menos lo aceptable de una convivencia en sociedad. En el YouTube he dado con vídeos de aficionados. No me descubren nada, lo veo a diario con asomarme a la ventana o salir a por el periódico o al supermercado o a la frutería hindú: los alcohólicos pegándose mandobles, sus perros ladrándoles, las botellas rodando, la policía llegando tarde, los hombres durmiendo sobre la rejilla del metro, junto al kiosco de la plaza. Lo de siempre. El objetivo de esta asociación es mantener una protesta continua. Llamar a la policía en cuanto oigan jaleo o descubran los trapicheos, participando a través de su web y su foro, pegando carteles con el lema de “Lavapiés no pasa”. Leo que el Ayuntamiento, merced a las protestas y denuncias de los vecinos, ha comenzado un “Plan de Actuación” en el que se asegura la “implicación de las áreas de seguridad, limpieza y asuntos sociales”. El jefe de la policía local madrileña es el titular, y debe reunirse una vez al mes con la asociación. En el pasquín que estaba dentro del buzón viene, además de todo esto que les cuento, una lista de lo que los vecinos piden: una atención policial eficaz, un servicio de limpieza radical, atención social a los menores que delinquen y venden droga, atención más constante por parte del Samur a los vagabundos que viven en la plaza, sanciones para quienes acumulan basuras y orinan y ensucian el mobiliario urbano, un Plan de Rehabilitación para erradicar la infravivienda, dotación de zonas verdes y centros culturales, etcétera.
Debo reconocer que, de entre todas las lacras que padece este barrio, una de las más insoportables es la suciedad de las calles. Puedo ver a un tipo bebiendo de un cartón de vino, sentado en un banco o en una esquina, porque al fin y al cabo es su opción, él ha elegido, pero detesto pisar su meada, tropezar con los cristales rotos de una botella, sortear los excrementos humanos y perrunos, esquivar las vomitonas y los muebles desportillados que abandonan en las aceras, poner el pie en baldosas sueltas que, al moverse, me salpican la pernera de orín o de cerveza o de agua sucia de lluvia, saltar sobre los contenedores que vuelcan para esparcir la mierda. Es un problema de envergadura. El barrio no pasa. Con razón.