Días atrás vi en la televisión una especie de broma o experimento que habían preparado los responsables de un programa, "El buscador de historias". El engaño se ha hecho famoso e incluso han colgado el vídeo en el YouTube, como es costumbre. Primero se encargó a los niños de una guardería de dos y tres años que pintaran un cuadro. Lo pintaron al alimón, utilizando los pinceles pero también los dedos y las palmas de las manos. El resultado no fue ese tipo de obra que suelen pintar con ingenio los críos, de manera individual y con su personal visión del mundo, sino un borrón abstracto, una mancha sin pies ni cabeza ni sentido. La reportera lo colaba a hurtadillas en la última edición de la Feria de Arco. Introducía el lienzo, doblado, en una mochila, y luego lo ponía en un rincón libre de la Feria, mientras una cámara grababa la gamberrada. Después, la chica entrevistó a la gente que se acercaba a la pintura. Curiosos y expertos opinaban sobre la pintura, dándose pisto ante las cámaras. Hablaban de la complejidad del cuadro, de la reflexión del artista, de los paisajes que se adivinaban, de la sutileza y experiencia del pintor, de la carga erótica del autor varón, etcétera. En definitiva, que les colaron un gol a los visitantes de Arco. Expusieron una tomadura de pelo y la gente picó.
Lo anterior demuestra que, al parecer, en el arte todo vale. Pero quizá no debería ser así. Me he preguntado qué hubiera dicho yo en caso de visitar Arco, ver el cuadro y ser entrevistado por la reportera. Creo que hubiera dicho lo que suelo soltar en estos casos: "Lo siento, no entiendo el arte abstracto". Es la verdad, pero también supone una manera de librarse de dar una interpretación muy subjetiva en la que uno no cree. Por culpa de nuestra tolerancia a que, en el arte, todo valga, se dan despropósitos como el de la broma mencionada.
Me temo lo peor cuando nos hablan de "la libertad del artista". Si oyen eso, échense a temblar. Significa que ni el propio autor entiende su obra, sea literaria, pictórica o cinematográfica. Es lo que he pensado tras sufrir/soportar las tres horas y pico de metraje de la última película de David Lynch, "Inland Empire" (sí, sé que él insiste en que escribamos todas las letras del título en mayúsculas, pero prefiero llevarle la contraria). Y muchos se preguntan: ¿es una obra maestra o una tomadura de pelo? El debate está en la red y ha llenado cientos, miles, de páginas. En el Festival de Cine de Venecia, lo abuchearon. Confieso que soy de los que piensan que Lynch es una especie de genio loco, capaz de darnos lo mejor tanto si se pone clásico ("El hombre elefante", "Una historia verdadera"), como experimental ("Carretera perdida", "Mulholland Drive"). Sus filmes me entusiasman, aunque a veces no los comprende ni él. Pero creo que en "Inland Empire" ha tratado de reírse del público. Quizá la resaca de nominaciones y los premios cosechados por "Mulholland Drive" le hicieron creer que podremos soportarle cualquier cosa. Empezó su experimento sin tener un guión, que es el cimiento de cualquier película, su clave y su alma. Ha tardado tres años en terminarla y ha metido con calzador, en su montaje, otros proyectos que había desarrollado para su página web. Sólo esto último ya desvela el engaño, las ganas de colarnos un gol. Sin embargo, no me enfurece que la película no tenga sentido ni que rompa las reglas. Lo que me amarga es que haya roto uno de los mandamientos del cineasta: "No aburrir". Y las tres horas de "Inland Empire" pesan como una losa. Me hacen añorar a John Ford.