Utilizar, primero, el olfato, aspirando mientras vague por las calles (con rumbo, o sin él), para localizar los aromas a cera derretida de las velas, a túnica nueva y a túnica vieja impregnada de alcanfor, a dulce de almendra recién elaborado en los puestos callejeros de la calle Santa Clara y sus inmediaciones, a incienso en la noche y a madera de cruz. Discernir, cuando me desplace a pie de un barrio a otro, esa trama nocturna de caperuces puntiagudos y tallas que se mecen sobre los hombros de los voluntarios para cargarlas. Localizar unas cuantas procesiones, no muchas, cuatro o cinco, y verlas en la última fila o en una callejuela poco frecuentada. Desempolvar la túnica y comprobar, tan sólo unas horas antes del desfile, que necesita un remiendo o un imperdible que le sujete los bajos. Hacerme con un itinerario sólo por ver los cambios en los recorridos, de un año para otro: los recorridos habituales casi podría seguirlos de memoria. Acudir a una tienda de golosinas y pertrecharme de caramelos, gominolas y piruletas para entregar a los espectadores. Cabrearme conmigo mismo cuando tenga que cruzar una calle y no haya recordado con antelación que a esa hora y por ese sitio pasaba una procesión. Ir a ver uno de los desfiles y llegar tarde, cuando la gente esté de vuelta y algún conocido me diga que no me moleste, que ya han metido al Cristo en la iglesia, y que otro año será.
Comer en familia, y añorar a quienes no han podido venir. Recorrer mis bares favoritos, procurando emborracharme algunas noches. Cenar casi siempre por ahí, para no meter mucho el burro en casa, como suele decirse: de tapas, de bocadillos, de porciones de pizza, lo que sea y lo que apetezca y lo que considere oportuno. Maldecir la tarde en la que se ponga a llover y tengan que suspender la procesión, aunque yo no la vea. Contarle a alguien que nunca falto a la cita con la Semana Santa, y que me deleita y participo en ella aunque crean que no debería porque nunca voy a misa ni rezo ni comulgo, pero me gustan las tradiciones, la estética, el poder de la fe y la historia de ese Hombre al que crucificaron entre dos ladrones. Ir a una comida multitudinaria, el penúltimo día, con una tropa de amigos y conocidos, y compartir el pan, el vino, la carne y la risa. Encontrarme con esas personas que no veía desde Navidad, o antes. Relatar veinte veces mis últimas andanzas a quienes me pregunten, a pesar de contarlo casi todo, a modo de diario, en estas columnas. Leer a diario, al menos, un par de horas. Como poco. Comprobar si mi gato se asusta aún con el sonido de los tambores y de las trompetas. Tomarme unas sopas de ajo, por supuesto. Y quizá una taza de chocolate caliente que asiente el estómago y, unos minutos después, me proporcione la acidez justa para arrepentirme de haberlo bebido y, aún así, tomarlo otro día. Irme a casa de madrugada en uno de los dos fines de semana, o en los dos.
Supervisar el estado de las botas para la procesión, por si requieren otra capa de betún negro para salir desfilando con la túnica y el caperuz. Verificar con agrado que la ciudad ha vuelto a llenarse de gente y vuelve a estar viva, aunque nos agobien las multitudes. Ir a ver un par de películas. Escudriñar cada rincón, cuando camine por las aceras, para saber cuánto ha mutado la ciudad. Desear no verles la jeta a los políticos que cierran algunos desfiles a cara descubierta, y que caminan cerca de quienes son pobres de solemnidad y también cierran el desfile no para que les vean, sino por sus promesas y sus ruegos. Cumplir estas y otras ceremonias, como cada año, y, por supuesto, incumplir unas cuantas. Las haya señalado aquí o no.