El literato ultimaba una novela escrita a ordenador cuando se produjo la revolución.
Las letras del teclado, comenzando desde los extremos (la cu, la a y la zeta en la izquierda; la pe y la eñe en la derecha), ascendieron en orden por las yemas de sus dedos. Como un veneno disuasor de avance veloz, contaminaron sus venas con la negrura de sus signos, prosiguiendo su discurrir por los antebrazos, los hombros y el cuello, regiones en las que iban depositando palabras completas que fueron engordando su piel hasta conferirle la apariencia de un viejo pergamino sepia. La acumulación de frases y oraciones formaron sobre su carne un libro maldito de sentencias y anatemas, de referencias cruzadas que trató de leer en vano en el papel que era su cuerpo. Pero un hombre no puede ser libro y la tinta clausuró su respiración.
El literato expiraba en la alfombra, enfermo de literatura y saber, cuando las letras regresaron obedientes al teclado, al acecho de otra víctima.
(Incluido en Por favor, sea breve y El hilo de la ficción)