Se hace raro pasar, de un día para otro, en un abrir y cerrar de ojos, de patearse las calles a ritmo de saludo a los conocidos, familiares y amigos, a transitar por aceras sucias en las que uno sólo ve podredumbre, marginación y delitos a mansalva. El cambio es brutal, y eso lo saben los demás habitantes de mi tierra, cuando terminan sus vacaciones y regresan a la capital.
Al pasar junto a un par de jóvenes moros que se cobijan bajo las sombras de un andamio, en una calle poco iluminada, uno de ellos, el grueso de talle, ancho de cogote y simiesco de rostro, nos hace tres preguntas. La primera de ellas, cuando distamos un metro de él; la segunda, justo al pasar a su lado; la tercera, finalmente, cuando nos hemos alejado un metro o quizá menos. Las tres preguntas son: “¿Costo? ¿Coca? ¿Pistola?” Quien conmigo va se pregunta si el fulano en cuestión estará bromeando acerca del revólver. Lo dudo, digo. Lo descarto por completo. Estos muchachos no suelen aprender palabras para bromear, estos camellos de baja estofa asimilan sólo las palabras españolas necesarias para la supervivencia, el pillaje y la venta de sus productos. La situación cambia, así, de un día para otro: de estar saludando en cada esquina a los amigos y conocidos, en mi ciudad, paso a que en otra ciudad sólo me ofrezcan folletos publicitarios, periódicos baratos y mal cosidos y peor diseñados, hachís, cocaína y pistolas. A plena luz del día veo, en otras calles angostas, a hombres solitarios caídos en el suelo y en desgracia. Uno aquí, otro allá, etcétera. Uno sostiene una lata de cerveza, está sentado en el suelo y parece sumido mental y físicamente en el peor de los infiernos en la tierra. Otro sostiene una botella, camina a trompicones, hace eses, se golpea contra las esquinas de los coches aparcados, grita que lleva cuatro días sin dormir. Probablemente, a ese ritmo, con tanto sueño y tanto alcohol, morirá pronto. En el mismo día puedes asomarte por la ventana y ver: a una pareja que se está metiendo rayas en el escalón exterior de tu portal, con un cochecito de niño al lado (no veo al bebé, pero lo presiento); a un negro al que sorprendes meando el lateral de un coche, no la rueda, como acostumbran a hacer los perros, sino una de las puertas; a alguien que yace en plena acera, inmóvil, inconsciente, colocado, borracho o muerto de cansancio; a otro que arrastra un colchón viejo hasta la plaza y se tumba en él. Todas estas historias, leídas en los cuentos sobre perdedores, vistas en las películas de pandillas, olfateadas en los periódicos, se hacen realidad en la capital del reino, a diario, sin tregua, dejándole a uno asqueado para las próximas horas.
En mi ciudad me hacen otra clase de preguntas cuando camino por la calle: “¿Qué tal en Madrid? ¿Cómo te va todo? ¿Cuánto tiempo estarás por aquí?” Las hacen los conocidos, sí, pero los desconocidos me sueltan otras muy diferentes a las de los moros que me ofrecen cocaína y chocolate: “¿Tienes hora? ¿Sabe cómo puedo llegar al Parador? ¿No tendrás fuego?” Cuesta, de manera radical, pasar de unas preguntas a otras. Y más si uno viene de provincias, donde se escuchan a todas horas los saludos entre sus habitantes. Lo anterior es sólo una manera de mostrarles el cambio. Porque demasiados paisanos míos viven en otras ciudades que no son las suyas. En busca de trabajo, de otros aires, de lo que sea. Este verano me pidió uno de mis lectores que no escribiera tanto sobre Madrid. ¿Por qué no?, pensé. Si ya hay más zamoranos fuera que dentro. Si la mayoría está en Madrid, y sabe de sobra de lo que hablo. Mis penas y mis alivios son, probablemente, similares a los suyos.