Lo que leerán a continuación es un ejemplo del pésimo funcionamiento del metro, que muchos zamoranos utilizamos a diario para desplazarnos por Madrid. La mañana del lunes cogí el metro para ir al norte de la ciudad. Fiel a mi despiste habitual, hasta un minuto antes de salir de casa no advertí que no me quedaban bonos de viaje ni dinero en calderilla, salvo algunas monedas. No tenía tiempo de buscar cajeros automáticos, así que conté el dinero de la billetera: un euro con cuarenta céntimos. Bastaba para comprar un ticket sencillo (cuesta un euro), meterse en el metro y luego localizar un cajero para extraer efectivo y, de regreso, comprar un bono de diez viajes (o sea, seis euros con quince céntimos). Los dos primeros pasos pude cumplirlos sin problemas. El trayecto duraría, según mis cálculos, alrededor de treinta y cinco o cuarenta minutos. Encontré asientos libres y entretuve el viaje leyendo a Philip Roth. Un par de minutos después, empecé a sudar como un pollo. Se dice que ciertos vagones carecen de sistema de refrigeración, o suelen estar estropeados en verano. Así que me cocí vivo. Suerte que el talento y el humor de Roth lograron que me evadiese.
En el único transbordo que debía hacer no encontré, caminando por el laberinto sucio de pasillos, galerías y escaleras mecánicas, ningún cajero. Estas escaleras mecánicas suelen funcionar de tres maneras: a velocidad normal, a velocidad de tortuga o a velocidad cero. Suelo toparme con los tres tipos cuando la estación es amplia y con numerosas ramificaciones. Lo cual significa que los viajeros, deambulando por las estaciones, realizan mucho esfuerzo, poco esfuerzo o ninguno. Al salir a la superficie, cerca de mi destino, encontré en una esquina un cajero automático. Por fortuna no estaba estropeado ni me dio guerra: es frecuente, en esta ciudad, visitar tres o cuatro dispensadores hasta dar con uno que funcione.
Al terminar mis gestiones entré de nuevo en la boca de metro. Me dirigí a la taquilla, porque prefiero que me atienda una persona y no una máquina, aunque las segundas sean, por lo general, más educadas que las primeras. La taquilla, sin embargo, estaba cerrada, y dentro habían colocado un cartel con disculpas. Retrocedí hasta una de las máquinas en las que pueden comprarse los billetes de metro y de bus. Pulsé, en la pantalla digital, el botón que indica el bono de diez viajes. Luego cogí un billete de veinte euros y lo introduje en la ranura. Debajo de esa ranura hay otra que expulsa la guita si a la máquina no le gusta ésta o le parece falsa o si está estropeada o carece de cambio. Lo expulsó. Volví a meterlo, dándole la vuelta. Lo expulsó. Lo intenté dos veces más. Me di por vencido. Reconté la calderilla, pero no me alcanzaba para un viaje. No había nadie allí: ni vigilantes, ni empleados, ni viajeros. Vi otra máquina, pero con un diseño exterior distinto (parecía un dispensador de refrescos). Metí el billete y lo aceptó. Me dio el cambio en kilos: doce monedas, o más. Ya tenía mi ticket. Bien. Lo introduje por la abertura, pero el torniquete no se abrió. “Billete no válido”, leí en la máquina de validación. Observé el reverso: era un bono en blanco, un billete fantasma en dirección a ninguna parte. Ahí estaba yo: timado, sudoroso, en una lejana estación sin guardias, sin empleados, con la garita cerrada, con máquinas que no aceptaban dinero o vendían tickets en blanco. Finalmente, resolví ir andando hasta otra boca de metro para explicarle al tío de la taquilla el error. Tras comprobarlo, me cambió el bono fantasma por uno válido. Dije “Hola” y “Gracias” y “Hasta luego” y di las oportunas explicaciones, y él no dijo nada. Ni siquiera soltó un maldito gruñido.