Un restaurante de carretera. Un local enorme en el que sirven desayunos, comidas y cenas. Incluye un pequeño supermercado con prensa, juguetes, comestibles y libros. Tuvimos que parar a medio trayecto y entrar allí a reponer fuerzas. Algo de beber, algo de comer, una visita a los urinarios. Lo que hacen todos los viajeros. La gente, como en los demás bares de paso, alimenta el estómago, orina y conversa, sacia la sed del camino. Las camareras despachan la comida en bandejas. Los comensales se las llevan a la zona de las mesas. Hay un espacio reservado a los no fumadores y otro, más grande, para los fumadores. Tres o cuatro mesas están ocupadas: parejas que se sonríen, matrimonios con hijos adolescentes, grupos de amigos. Y entonces lo veo. Al solitario. Siempre hay uno.
El solitario es un hombre que parece haber nacido a principios del siglo pasado. Un hombre viejísimo, con la piel tan arrugada que su cara parece de cuero y, al mismo tiempo, de papel o de pergamino. Se sienta a una de las mesas. En medio ha colocado una copa, probablemente de whisky-cola. De vez en cuando, levanta el vaso de tubo y bebe. Fuma un cigarro de Ducados. Viste pantalones vaqueros y una camisa a cuadros, azules y blancos, un poco abierta en el pecho, un poco remangada en los brazos, para huir del calor de agosto que se agolpa en las mangas. Tiene, pues, al descubierto los brazos, las manos, la cara, el cuello y parte del pecho. La piel se le ha puesto muy morena. En exceso. No es el moreno de quien toma habitualmente el sol para broncearse, ni el moreno renegrido de quien trabaja en una obra durante jornadas terribles y larguísimas, sino el color bronco, polvoriento y seco de quienes vagan por los caminos, atraviesan despacio las cunetas o suelen recorrer el desierto sin cubrirse la cabeza. Posee un rostro enigmático y trazado por las arrugas, por surcos que podría haber hecho un carpintero con un buril. Surcos polvorientos que le confieren una máscara de cuero, en vez de una cara. Surcos que llevan años sin probar la caricia y la bendición del agua. Uno de esos rostros de los ancianos indios que vemos en los viejos westerns. Cuando abre la boca y chupa su pitillo se nota que ya no tiene dientes, o acaso sólo le queden algunas piezas. Su mirada es la misma que la de un perro abandonado en el arcén por una familia que se va de vacaciones; pero cuando ese perro lleva años viajando en solitario. Como un perro consciente de que los tiempos ya no volverán a ser los mismos. Una mirada poderosa, que atrae nuestra vista hacia él. Es la misma mirada que conservan quienes han renunciado a una vida alegre, y quienes soportan una larga condena en prisión, y quienes han visto cómo su mujer se largaba con otro después de cuarenta años de matrimonio. La frente es amplia, también negra por culpa del sol y el polvo. El pelo, blanco, con varios mechones revueltos, despeinados, en remolinos, como si le hubieran exprimido naranjas y limones en la cabeza. Su ropa está sucia y se le nota que hace años que no duerme en una cama. Me doy cuenta de que es un maldito, de que se trata de un hombre que probablemente vive en los caminos, o en una chabola próxima al restaurante. En cualquier caso, no es alguien con pertenencias.
Al irnos vemos la última pincelada de este hombre ruinoso y arruinado al que, en París, retratarían los pintores en los cafés: las moscas vuelan a su alrededor, en torno a su cabeza polvorienta, merodeando por sus hombros y sus mejillas. Atraídas por el hedor y la ruina. Hombre rodeado de moscas, como los mendigos de tebeo, como los negritos de Africa, como los cadáveres frescos.