Se me acaba la tranquilidad durante unos días. De Zamora viajo a Madrid. La primera imagen ya indica que la calma de la semana pasada se termina de golpe: justo en medio de nuestra calle han montado un sarao. Incluso los coches deben tocar el claxon o esperar a que se quiten de la carretera los participantes. Un hombre rasguea las cuerdas de una guitarra española, con la espalda apoyada en la pared. Otros hombres dan palmas. Asomada al balcón de un primer piso se ve gente que también canturrea o anima la charanga. Una mujer baila flamenco en mitad de la vía. Es una mezcla rara: españoles, sudamericanos, etcétera. La imagen estaría bien, mostraría una estampa de casticismo mezclado con inmigración si no fuese porque a algunos se les nota ebrios, o ya alcoholizados. Es una escena en la que uno siente cierta tensión, como si pudieran pelearse al segundo siguiente de estar abrazados o de jalear a la bailarina. La francachela está compuesta por, al menos, una docena de personas.
Poco después de deshacer el equipaje se oye la batalla. En el barrio, parece ser, nunca descansan. Me asomo. Efectivamente, los mismos que estaban batiendo palmas, coreando, bailando y tocando la guitarra, discuten y se empujan. El núcleo de la contienda está formado por mujeres. Una de ellas, una mujer creo que cubana, acusa a un tipo de haber metido en casa y bajo cuerda a una chica. El individuo no se defiende de las acusaciones. Permanece cruzado de brazos, ante la puerta que da al edificio donde se conoce que se aloja. Las mujeres se empujan, y llegarían a las manos (aunque creo reconocer un bofetón muy veloz) si no fuese porque algunos hombres se interponen o las sujetan. “¡Este hombre metió a una mujer en casa! ¡Metió a una puta, a esa puta de ahí!”, acusa la negra. Me hago cargo, en seguida, de lo que aquello significa. Basta con mirar un rato, escuchar los gritos y ver la cantidad de inquilinos que se asoman a esa ventana del primer piso, y que rondan el portal, y que baten palmas o discuten en la acera y sobre el asfalto. La respuesta me llega como una revelación, y además es un tema de moda: se trata de personas hacinadas en un piso. No sé si han sido víctimas de una estafa, como ocurrió hace poco en un inmueble de Madrid, o si ellos mismos han aceptado vivir en comuna en ese apartamento. Pero los problemas no tardan en presentarse. Hay más empujones y más gritos, y cuando me canso del lío entro de nuevo en casa. Lo curioso de estos casos, como nos contaron los medios, es que suelen ser los propios inmigrantes quienes se estafan entre ellos.
Todo sigue igual que lo dejé cuando me fui. Excepto que el cantautor Ismael Serrano, que vivía en el edificio vecino, se ha ido definitivamente. El último día que estuve en Madrid estaban preparando la mudanza. Me pregunto por qué se habrá ido. ¿Se habrá marchado por estar harto de tanta contaminación acústica y tanta suciedad? En la plaza se amontonan los vagabundos y los alcohólicos, y a todas horas se echan al morro el cartón de vinazo. Los ruidos son variados, y eso que la ciudad está vacía en agosto. Ruido de borrachos y de sirenas. Y el perro de los españoles de enfrente. Cuando sus dueños se van durante unas horas el animal se dedica a ladrar en el balcón. A veces ladra a las tres y a las cuatro de la madrugada y también lo hace a las nueve de la mañana. Lo peor es cuando aúlla. Siento debilidad por los perros, pero que aúllen de madrugada es el colmo. De manera que, al final, no me queda otro remedio: vuelvo a ponerme los tapones de espuma para los oídos. Y, mientras me duermo y no, pienso en volver a Zamora un par de días más. A descansar de ruidos.