No tuve suerte en mis días pasados en Zamora: los bañó el agua. Quería (necesitaba) pasear por la orilla del Duero, caminar un poco por el casco antiguo, tumbarme en la hierba de los alrededores del Castillo para leer un libro. Esto último resulta esencial, en esta ciudad y en verano, si a uno le entusiasma la lectura: el aroma del césped recién cortado, la tranquilidad del entorno, los colores fascinantes de la hierba y del cielo, el reposo en esa zona mullida, el aire que se respira. Pero, del mismo modo que me gusta la lectura al aire libre en un día luminoso, también me apasiona el rumor de la lluvia nocturna cuando estoy acodado en la barra de un bar. Y eso sí que pude conseguirlo. Los días pasados en mi ciudad fueron de frío, viento y tormenta. Algunas veces me asomaba a la ventana de casa y veía las nubes, el cielo gris y plomizo, y durante unos segundos creía estar en pleno otoño. En octubre. Ese tiempo de aguaceros y heladas no me disgusta en otoño, pero sí en agosto. La ciudad, por culpa del temporal, parecía abandonada y solitaria. Mustia y fantasmagórica. Incluso la noche del jueves, por Los Herreros, apenas se veía gente. Como si fuera octubre.
Ya que no pude tener esas mañanas o esas sobremesas de sol justiciero y reposo en el césped y de caminata junto al llanto del río, al menos pude cobijarme en los bares durante un par de noches. Son cosas muy diferentes, pero todos llevamos dentro un cúmulo de contradicciones. Con lluvia en agosto, por las tardes uno se deprime un poco. Hacen falta las noches, pues, para borrar esa tristeza vespertina, esa melancolía propia de las tardes de invierno en una ciudad vacía. Una de esas noches me recomendaron La Manzana Verde, restaurante asturiano y regentado por zamoranos, que han construido en el mismo espacio en el que estaba el Soho. A mí todo cuanto huela a asturiano me complace, especialmente si se trata de gastronomía y de literatura. Puede uno tapear junto a la barra o meterse directamente al restaurante, con suelos de parquet y bancos para sentarse a las mesas. Esto último hicimos nosotros. Para servir la sidra tienen un invento curioso. Un aparato con forma de manzana que nunca antes había visto, y del que sale un tubo que se introduce por el cuello de la botella. Después se coloca el vaso y se aprieta un botón. La sidra sale por dos orificios pequeños. Sale con fuerza y se revuelve al fondo del vaso, que es todo lo que se necesita antes de beberla de un trago. Pedimos raciones variadas: morcilla con pasas y piñones, parrochas, mollejas, patatas al cabrales, chorizo a la sidra. Acompañado de pan de pueblo muy consistente y de algunas botellas de sidra. Tras haber estado en Gijón no me fiaba mucho de una réplica asturiana en nuestra ciudad, pero el restaurante me sorprendió gratamente: la comida es magnífica, muy recomendable. Cuando pruebo ciertas viandas, lo juro, a veces casi se me saltan las lágrimas. Hay dos clases de personas: las que lloran viendo “Titanic” y las que lloran saboreando algunos manjares; yo soy de las últimas.
Mi última imagen, antes de abandonar por unos días la ciudad, fue la de los burros del entorno de Ifeza, o sea, los de la granja de La Aldehuela. Animales nobles, peludos y humildes. Andaban por allí, a sus anchas, libres de cargas y de servidumbres. El edificio de Ifeza, aunque ahora se abra de vez en cuando al público y se organicen ferias, me sigue pareciendo un lugar tristísimo y hueco. Suerte que los asnos le dejan a uno buen sabor antes de irse. Justo cuando me alejaba en el coche, lucía una tarde espléndida, ideal para pasear por los caminos y sentarse a la orilla del Duero, a observar el agua y entretenerse con los revoltijos de la espuma.