Si hay algo que me gusta de la vejez es, aparte de la sabiduría que las personas adquieren, la posibilidad de que algunos ancianos no agoten la vena juvenil que llevan dentro. Por ejemplo: cuando uno va por la calle y sorprende a una pareja de viejos agarrados de la mano. Rondan los ochenta años y, aún así, el hombre entrelaza sus dedos entre los de la mujer, y a veces se miran a los ojos como si tuvieran quince años, o sea, el amor de los quince años, que siempre es ingenuo y muy puro. Por ejemplo: en las fiestas de cumpleaños y celebraciones familiares de antaño, cuando mi abuelo materno escogía sentarse en la mesa de los nietos, en vez de encabezar la mesa de los adultos, aludiendo que se divertía más con los chavales, y optando así por su vena aún juvenil y buscadora de evasión. Por ejemplo: esos hombres y mujeres de la tercera edad que se conocen en una residencia de ancianos y se enamoran y escandalizan al personal contando sus proezas y escarceos sexuales en los programas de sobremesa en los que se narran historias divertidas y casi inverosímiles.
El último ejemplo lo he visto en una tienda de cómics. Una tienda pequeña, antigua y acogedora, ideal para coleccionistas, que está cerca de donde vivo. Entré para echar un vistazo a las novedades. En el interior había un señor de pelo blanco, un poco cascarrabias, recogiendo el pedido que le iba sirviendo (y que le había guardado previamente) el dueño del local. Pero el dueño no recordaba todos los tebeos por entregas que solía comprarse el cliente y, así, era éste último quien debía recordarle que le diera tal o cual número. Y se lo recordaba refunfuñando, pero sin cabrearse de verdad: “Siempre lo mismo, siempre me haces igual. ¡Menudo servicio! Al final soy yo el que tiene que andar buscando cada ejemplar porque tú no te acuerdas”. Etcétera. En cuanto el vendedor sacaba otro cómic, el anciano se calmaba. “¿Estás haciendo la colección de Conan por entregas?”, le preguntó al cliente, intentando, supongo, recordar todo lo que el otro acostumbraba a comprar. “Sí”, respondió, “pero esas entregas las compro en el kiosco de la plaza. A ti te compro todo lo demás”. Mientras yo me movía por el interior de la tienda, observando portadas y lomos, la cosa se calmó y el comprador preguntó: “¿Recuerdas aquel Quijote de Will Eisner del que hablamos una vez?” Para quien no lo sepa, Eisner es una de las máximas autoridades en la historia del tebeo, creador, además, del personaje The Spirit. El vendedor de cómics contestó: “Sí, claro que me acuerdo”. “Bueno, pues el otro día apareció mi nieto y me dijo: Abuelo, ¿recuerdas que me regalaste el Quijote de Eisner? Fíjate, lo tenía él”. El otro se apresuró: “Y tú dirías: Tráelo para acá, me lo quedo otra vez”. El señor respondió: “No, no. Si estas cosas, al final, son para ellos, hombre”. Luego le pidió la cuenta de lo que se llevaba. Fueron sesenta o setenta euros en cómics. Y el abuelo refunfuñó de nuevo, por supuesto: “¡Si es que me arruinas!” Pero se fue tan contento.
Para mí, toda esta escena es fascinante. Resume no sólo la manera de ser de un abuelo (colecciona tebeos y, pese a guardar joyas en sus estanterías, no duda en regalarle al nieto algunas de ellas, fomentando así en el crío la pasión por las historietas animadas), sino también demuestra ese espíritu que a algunos miembros de la tercera edad no les ha abandonado, ni lo hará jamás (no olvidemos que compra y lee cómics, cuando se supone que es un género denostado por algunos intelectuales y críticos y calificado como entretenimiento para niños y adolescentes). Me dieron ganas de felicitar al hombre. “Él sí que sabe”, pensé, cuando se marchaba.