Creo firmemente, aunque a algunos les pueda parecer un disparate o una broma (los intelectuales dicen “boutade”, pero no soy intelectual, de modo que dejémoslo en disparate), en el poder curativo de la cultura. O al menos en su poder relajante. Muchos de los dolores y fatigas que uno pueda padecer en su devenir cotidiano es más conveniente distraerlos con la cultura que anestesiarlos con la medicina. Hay gente que dispone en su casa de un auténtico botiquín para casos en que nota alguna dolencia y opta por no ir al médico. Se llama automedicación y desde Sanidad suelen alertarnos, continuamente, sobre sus peligros. Salvo casos de dolor extremo (una muela picada que empieza a molestar, una reciente intervención quirúrgica, una fiebre infernal) rehúyo siempre la ingesta de pastillas, jarabes, grageas y demás farmacología. Prefiero distraer la cabeza. Por ejemplo, ya lo habrán adivinado, leyendo un libro. A mí me da resultado, salvo, insisto, en casos de dolor extremo. Para estas cosas, pueden llamarme raro, convendría recetar unas páginas de “La isla del tesoro”, unos párrafos de “Don Quijote”, un capítulo de “Tan fuerte, tan cerca”, un cuento de “Nueve cuentos”. Por el contrario, no conviene leerse un ladrillo, si uno padece de ciertas dolencias. El ladrillo, o sea los libros escritos con argamasa, acentuarán los padecimientos.
También distrae uno mucho la cabeza viendo una buena película o una buena serie de televisión. A veces me he sentado, ante la pantalla, roto y descosido por culpa del sueño, la resaca, el cansancio y la preocupación. Si lo que veía era digno, o si a mí me gustaba (no oculto que disfruto, a menudo, revisando bodrios antiguos y subproductos de serie Z), la preocupación, el cansancio, la resaca y el sueño se mantenían apartados, al menos hasta el final del filme o del capítulo. Luego me levantaba como nuevo. Reparado, liviano y contento. Se conoce que los dolores y aflicciones del cuerpo y del alma están casi todos en nuestra cabeza, y que se pueden controlar y distraer. Cada vez que caía enfermo, en cama, y mi madre me recomendaba no leer para que no subiese la fiebre o aumentara el dolor de ojos, yo hacía lo contrario. Es la única manera de estar en este mundo sin estar, o sea, de estar con los pies en el suelo y la mente en otro universo, el de la fantasía, tal vez.
Si la cultura, o cuando menos aquella cultura que nos gusta y nos satisface y nos aplaca, tiene cierto poder curativo, también lo que nos disgusta y nos vacía y nos irrita tiene el poder contrario, o sea, el poder dañino o perjudicial. No sé si les habrá pasado, pero a mí me ocurre continuamente. Cuando entro a ver una película y no me entusiasma, transcurrida una media hora de proyección, o así, comienza a dolerme el estómago. Se me concentra todo en la andorga, que no es sino otra forma de decir vientre, pero en fino. Lo mismo me sucede con los libros que a mí me parecen malos o tediosos. Cuando llevo unas páginas y compruebo que aquello no tiene salvación, me embarga una mezcla de dolor estomacal y desasosiego. Pero no me salgo del cine ni apago el televisor ni cierro el libro ni lo tiro a un rincón. Opto por llegar hasta el final, guiándome por dos motivos: la posibilidad de que la sorpresa esté en las últimas páginas de la novela o en la última media hora del filme y la espera merezca la pena; la certeza de que el esfuerzo invertido por sus creadores bien vale una oportunidad. Tuve un profesor que decía lo contrario: nos recomendaba huir con urgencia de aquellas obras que no nos satisfacían, para no perder el tiempo.