En torno a los chinos que, en España, trabajan en las tiendas de venta al por mayor, en los restaurantes, en los kioscos y demás bazares, se ha ido creando un muro de historias y leyendas urbanas. Unas deben de ser ciertas y otras no. De lo que no cabe duda es de las divisiones internas: están los jefazos y los amos, y están los explotados y los esclavos. Los explotados pueden dar la cara al público, desempeñando oficios dignos o miserables, o pueden permanecer ocultos y en la sombra. Esto último es lo que destaparon la semana anterior en un taller textil de Valencia, donde la policía encontró a treinta chinos currando a destajo en una pequeña fábrica de planchado y confección, sometidos todos ellos a una estricta dieta de agua y arroz, que debían consumir en el puesto de trabajo para no perder tiempo; tampoco gozaban de ventilación.
Hace poco confiscaron una partida de productos chinos en mal estado, que entraban en el país para abastecer a dos restaurantes. Pero creo que aquí la distinción es la misma: por un lado quienes especulan y trafican en la sombra; por el otro, quienes dan la cara al público. Casi todos compramos en estos bazares. Aunque sabemos que los productos son una trampa, son de mala calidad, se caen a pedazos en cuanto pasan dos meses. Hagan la prueba: compren unas pantuflas, una vasija o un utensilio de limpieza o de cocina. Tuve unas zapatillas de andar por casa, adquiridas en el mercadillo gitano de Zamora, y me duraron años. Cogí unas nuevas, igualitas, del mismo color y todo, en uno de esos bazares asiáticos, en Madrid, y sólo han resistido dos o tres meses. Admiro la resistencia que tiene la segunda clase de chinos, o sea, los explotados y esclavos. Son capaces de resistir horas y horas, un día entero y parte de la noche, sin proferir una queja o un gesto de malestar, sin mostrar cansancio o debilidad, como si asumieran que la única vida posible es esa y no otra. Los tenderos de los kioscos que abren hasta la medianoche, además, tienen que aguantar carros y carretas: pandilleros, traficantes, borrachos, lunáticos. La otra noche asistí a uno de esos casos.
Eran las once y media y fuimos a por un refresco. A esa hora, los locales chinos son los únicos establecimientos donde puedes hacer compras de urgencia. El kiosco lo regentan dos chinas. Son imperturbables, se diría que carentes de emoción alguna. Por la puerta siempre merodean (y obstaculizan el acceso al local) los muchachos árabes que venden hachís y saben decir: “Chist, chist, costo, primo, buen costo”. Tengo observado que los alcohólicos españoles hacen sus compras en otro bazar más cercano. Este kiosco, en cambio, es zona donde abunda la variedad de razas. Sobre el mostrador se apoyaba un hombre negro, con abrigo y gorro de lana y síntomas de alcoholemia o vesania. Los negros que acostumbro a ver no son hostiles, pero este lo parecía. Le dieron una litrona metida en una bolsa y, tambaleándose, con el ceño fruncido, dijo: “Aquí falta segunda litrona. ¿Dónde está segunda litrona? Yo no quiero hacer daño a buena gente, no suelo hacer daño a buena gente, ¿eh? No me gusta hacer daño a buena gente”. En su voz había un deje de advertencia, como el tipo que se limpia las uñas con navaja mientras suelta: “No desearía que tuviéramos un problemilla”. Se mascaba la tragedia. Luego exigió: “Devuélveme el dinero”, pero él no les había dado nada, aún no había aflojado la mosca. Entonces una de ellas mudó el gesto. Se enfureció: “¡¿Dónde dinero?! ¿Eh? ¡¿Dónde dinero?!” El tipo sacó un billete, pagó y se fue. No sólo, pues, deben aguantar tantas horas en pie y tanto látigo manejado por los amos, sino además el robo, el engaño y la humillación de los clientes marginales.