Me cuentan unos amigos lo que sigue: han regresado para vivir en Zamora, y han escogido como domicilio un piso de alquiler en el casco antiguo. Establecerse en esa zona, tranquila, espléndida y repleta de iglesias, es una suerte y una ventaja. Desde su ventana se ve La Catedral. Eso también les ocurre a aquellos de mis familiares que, aún viviendo por lo general en otras provincias, se han comprado casas desde las que se divisa este templo, bien iluminado y de visión recomendable para la serenidad del ánimo. Hablando de esto y de aquello, llegamos en la conversación a los pisos que están montando frente a la Iglesia de San Isidoro. Basta con acercarse hasta allí, dando un paseo, y ver el churro fino que proyectaron; eso sí, un churro con mucho dinero detrás, esto no hay quien lo niegue. Es un edificio pequeño, mal colocado, molesto para el paraje de alrededor, y encima resulta tan estrecho que incluso puede provocar algo de claustrofobia, igual que si fuese un féretro vertical. Otro amigo mío residió un tiempo en la Calle del Obispo Manso, en un piso con una deliciosa tronera por la que se filtraban la noche y las estrellas. A mí me deleitaba ir a visitarlo porque el paseo hasta allí lo merece, y por los amenos y oportunos diálogos que solíamos tener.
A propósito de esta calle, la del Obispo Manso, fue allí donde estuve viendo la Procesión de las Capas Pardas. No lo hice a propósito, no escogí esa zona por ninguna razón en especial: salí a buscar el desfile y lo encontré al final de dicha vía. Alguien me comentó que, en la infancia, esta procesión le daba miedo. Creo recordar que a mí me ocurría lo mismo. Se juntaba en el cuadro: la oscuridad de los tramos previos a San Claudio de Olivares, la solemnidad de los hermanos, la propia capa alistana cuyo peso se intuía, las matracas que al sonar le alteraban a uno el corazón, la música fúnebre y tenebrosa del bombardino, el chirrido de los faroles al balancearse en las manos de los cofrades, el Cristo del Amparo y, sobre todo, la mesa, que lleva prendidos varios cardos y una calavera. La calavera me inspiraba temor, entonces, y hoy me inspira respeto porque simboliza la muerte y el calvario; en la niñez ese cráneo significaba el coco, y luego supuso sólo la realidad al término del camino del hombre.
Hablando de cofradías y desfiles, estos días también hay un gran número de ciudadanos que odian la Semana Santa y se desesperan hasta que concluye el Domingo de Resurrección. En el fondo, y perdónenme si yerro, no es para tanto. Si uno aborrece las procesiones, basta con no ir a verlas. Cosa distinta es aborrecer el agobio de la muchedumbre, porque entonces uno está perdido y deberá conformarse con escapar de aquí unos días o encerrarse en casa. Les anuncié en un artículo anterior que todo ostenta sus temperaturas: algunos años le he dado algo la espalda a la Pasión, negándome a ver más de dos o tres desfiles. Insistimos tanto en algunas identidades zamoranas que a veces acabamos aburriéndonos a nosotros mismos. Pero este año es diferente: soy el tipo que vuelve diez días a su tierra, el hombre hambriento de su ciudad y de las tradiciones con las que creció. Creo que lo entenderán quienes reniegan de la Semana Santa y me leen. Suele echarse de menos lo que nos falta o ya se fue o de lo que nos alejamos. Termino el artículo con unas palabras de Kavafis, muy adecuadas para lo que pretendo decir: «La ciudad irá en ti siempre. Volverás a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez; en la misma casa encanecerás. Pues la ciudad siempre es la misma. Otra no busques -no hay-, ni caminos ni barco para ti. La vida que aquí perdiste la has destruido en toda la tierra».