Escribo estas últimas columnas en mi antiguo cuarto y en mi antiguo ordenador; el pobre tiene ya tanta mili hecha que hoy no le funciona la barra espaciadora, a la cual debo dar varios golpes tras cada palabra, circunstancia que me tiene comidos los nervios, pero que no impedirá que les cuente mi Lunes Santo. El mencionado Lunes, helado y por ello cruel, lo empecé dando otro paseo por la Catedral y la orilla del Duero, por la mañana, en torno a la una, que es hora muy beneficiosa para la vista y para la paz de espíritu, pues la gente anda ocupada en ir a comer y deja todo abandonado, y hay relajo para observar las aguas, el reumático aunque aún resistente Puente de Piedra, los patos que se dan un baño de aire y de espuma, las Aceñas de Olivares con su quilla afilada hendiendo el río, las barcas atadas a la ribera y todavía pintadas con los colores que utilizaría un niño para dibujar una chalupa, el viento agitando las ramas de los árboles, e incluso ese panorama tan útil para los ojos y para los sentimientos que se divisa desde la atalaya de las Peñas de Santa Marta, de donde alguien (no sé si la autoridad competente o los gamberros) se ha llevado el banco que utilizábamos unos para sentarnos y otros para merendar cerveza de litrona.
Durante la tarde y parte de la noche confieso que estuve al borde de la depresión: uno siempre espera, al llegar aquí, encontrarse con una ciudad que vibre y palpite, una ciudad llena de vida y muchedumbre. No ocurrió así, al menos en los bares de Los Herreros. No digo que ande todo el mundo por allí, emborrachándose o acodado en la barra, no, tampoco es eso, pero ni siquiera se veía gente a la hora de cenar, cuando después de tomar sidra de barril en El Quinti me fui, o nos fuimos, al Bar El Chorizo, a comer un par de tapas de lo mismo, y luego al Bayadoliz, a adobar el estómago con triángulos y bocadillos. A este respecto recomiendo, en Viernes Santo y tras la procesión de la Cofradía de Jesús Nazareno (vulgo "Las cinco de la mañana"), acudir al Chorizo y desayunar allí este embutido a la brasa y regarlo con un vino de Toro, o en su defecto una clara, que a esas horas y después de tanto tiempo en pie resulta, como diría don Camilo José Cela, de mucho aprovechamiento para el cuerpo y el paladar. En la mayoría de los garitos por los que anduvimos la otra tarde y noche sólo estábamos nosotros. Por un instante incluso llegué a pensar que era un lunes de invierno, un lunes de noviembre con todas las familias en sus hogares, al calor de la televisión y del brasero (aunque en pocos pisos se utiliza ya). Al personal le disuaden varios fenómenos para quedarse en casa: el trabajo, las clases, el madrugón, pero también y sobre todo el frío y la lluvia. En Semana Santa es muy difícil, casi imposible, que a mí me retenga algo en el domicilio, y me da lo mismo el frío, la lluvia, la nieve, la niebla, el catarro o el dolor de garganta que me acomete desde el Sábado de Dolores. Necesito la calle, los bares y las procesiones. La tele ya la veré la semana que viene.
No me he perdido la Procesión del Cristo de la Buena Muerte, una de las más emotivas, sublimes y silenciosas. La vi en la Cuesta de San Cipriano, junto a la iglesia, con un cuadro de oscuridad y luna al fondo, sin el incordio de las cámaras y los focos, sin bombillas que entorpecieran la estampa, sin fulanos que dieran la murga rompiendo botellas en el mirador. Me satisfizo mucho el aroma de las teas encendidas, el color irreal que la luna les daba a los hermanos de túnica y el Cristo meciéndose sobre los hombros de sus portadores. Los cofrades aguantaron la helada nocturna como mártires. A los espectadores, en cambio, nos dolían los dedos por culpa del frío.