El Viernes de Dolores me levanté a las siete de la mañana en Madrid y me fui a la cama veinticuatro horas más tarde, esto es, el Sábado de Dolores a las siete de la mañana y en Zamora. Significa lo anterior que desembarcaba en la ciudad (es una manera de hablar, no se me despisten) con ansia de regresar a ella, siquiera por unos días, con hambre de trasnoche zamorano, con pasión renovada por La Pasión. El año anterior unos asuntos me tuvieron lo bastante ocupado como para no ver ninguna de las procesiones, y es algo que me trastornó un poco. Me explico: todo tiene sus temperaturas, y la relativa a la Semana Santa no es una excepción. Yo abrigué en la infancia y en la adolescencia tal desvelo y afecto por estos días y sus desfiles y pasos que veía todas las procesiones, de la primera a la última, e incluso algunas un par de veces, pues cada cortejo es distinto dependiendo del ángulo o del paraje en el que se sitúe el observador. Un tiempo después esa calentura se me rebajó, y preferí contemplar sólo mis cinco o seis procesiones favoritas, fundamentalmente las que desfilan en las sombras, pues viene siendo la mejor hora para la luz de los faroles y de las hachas, para el rostro emboscado en capucha y para el sonido de los tambores. Pese a esto que digo y cuento, no he ido a ver las primeras procesiones. Pero todo se andará.
De momento lo que he hecho es recuperar las viejas costumbres que me mantuvieron en pie mientras vivía en la ciudad. Resulta imposible seguir al completo dicha ruta en apenas dos días y medio, pero he procurado satisfacer lo que me iba pidiendo el cuerpo: entrar en algunos de mis bares favoritos, ir a ver los lienzos de muralla que han dejado libres, echar una caminata por el parque de San Martín de Abajo, darme un homenaje gastronómico en una bodega de El Perdigón, encontrarme con los amigos y conocidos que hacía tiempo que no veía, etcétera. Y, en otro orden de cosas, disfrutar de ciertas ventajas propias de un lugar pequeño: ir a pie y despacio a los sitios, no tener que soportar el olor tibio y humano del sudor en el metro, ahorrar unos euros cada vez que ceno o bebo algo, sentir que el paisaje verde siempre está próximo y a tiro de piedra, y esas cosas con aroma a sosiego, cercanía y naturaleza. Claro que luego llegará el Domingo de Resurrección (esto me lo decía un amigo, la otra noche) y a quienes se quedan aquí se les caerá el alma a los pies, por culpa del bajón y la retirada de los familiares, los turistas y las amistades que poblaron las calles durante unos días. Sé lo que es eso, y lo dura que se hace la semana posterior a ésta. Pero en breve sabré lo que supone irse ese día y eso es nuevo para mí y, quién sabe, igual hasta la cara larga también la pongo yo, vaya usted a saber.
El Sábado de Dolores nos topamos, cuando veníamos en coche de una cena, con la procesión atravesando el Puente de Piedra. Oscuridad, túnicas blancas, el vaivén de un Cristo: a mí estas circunstancias, juntas, me place tropezármelas por casualidad, sin haber consultado antes el itinerario. El Domingo de Ramos fue como si media provincia y parte del extranjero se hubiera echado a la calle; hasta que cayeron las primeras gotas de lluvia, mojando el asfalto y las cabezas de los desprevenidos, que en seguida van corriendo a la búsqueda de un refugio para huir de la humedad. En la medianoche del Domingo, volviendo a casa de mi familia, caminando por aceras solitarias y grises e inundadas por la lluvia, con el clamor de mis pasos resonando en las esquinas, volví a sentirme como antaño, igual que en esas noches de invierno zamorano en las que la ciudad parece refugio de fantasmas, de gatos y de noctámbulos.