Estuvimos caminando por el extranjero. Para mí el extranjero, que viajo poco o casi nada, es la zona de calles estrechas del barrio en el que vivo, la zona que se aparta de la salida del metro y del corazón de este lugar en el que confluyen, como suele decirse, el Madrid castizo y el Madrid mestizo. Un laberinto de suelos algo sucios y ninguna cara blanca, ningún rostro pálido como el mío. Estas callejuelas dan la impresión de que, dentro de los edificios, los pisos son peores, rayando la cochambre: menos higiénicos, más estrechos, derruidos, mustios. De que, cuando roban al desprevenido turista o paseante que se pierde, es por esos contornos, a los que llega menos luz solar debido a la angostura de las calles. Andan por las aceras, o están parados, los chinos, los negros, los moros, los turcos, los sudamericanos. Una de las calles desemboca en una plaza por la que algunas veces cruzo para ir a un videoclub pequeñito y bien surtido de clásicos, rarezas y estrenos. Es la Plaza de la Corrala, con sus ristras de ropa tendida en las ventanas de las casas. Allí suelen verse muchachos árabes jugando al baloncesto o dándole de hostias con un bate a una pelotita en lo que, supongo, es un variante lumpen del béisbol.
Por fin regresamos a los aledaños de la plaza. Una de las primeras personas que vemos es Ian Gibson, el hispanista, que vive por aquí. Gibson suele pasearse por el barrio de incógnito. Pero que no se me malinterprete: quiero decir, con esto, que no va de traje y corbata, sino vestido de manera cómoda y simple. Al hispanista me lo he encontrado varias veces, pero nunca me atrevo a abordarlo y saludarle, y no por timidez, sino porque no he leído ningún libro suyo aunque tengo uno o dos en mi biblioteca. Hacía tiempo que no me topaba con los famosos que viven por el barrio (Nawja Nimri, Ismael Serrano, Pilar Castro, Miguel Albadalejo, entre otros). Siempre me hace ilusión cruzarme con celebridades, o con artistas en general, aunque no les acompañe la gloria y la fama. Uno es mitómano y de provincias, y a mucha honra. Entramos a tomar un chato de tintorro en uno de los establecimientos más castizos, veteranos, populares y prestigiosos: la Taberna Montes. Conté una vez cómo era, pero se les habrá olvidado: un local pequeñito y en el que los ojos bailan de botella en botella porque adheridos a sus panzas hay folios cortados a la mitad, en los que el dueño escribe una especie de poesías en prosa y consigna el precio de algunos de los caldos. Nos sirve el vino y lo acompaña con unas tapas de queso y lomo, muy alimenticias y de fino sabor. Me gusta esa costumbre tabernaria de pedir una bebida y que te regalen algo de picar.
Luego nos metemos en un par de tiendas hindúes. Suelen ser fruterías con una parte destinada al muestrario de productos exóticos, que no había visto nunca (saquitos de lentejas rojas, botes de frutas remotas en almíbar, latas de zumos raros, bolsas de tandoori). Lo que conviene en estas tiendas es comprar la fruta, que generalmente es buena y ofrece un aspecto jugoso. Desechamos una de ellas porque todo el género está pasado y medio podrido. En la siguiente parada las cajas ofrecen dátiles, mangos, manzanas, ciruelas, limas, jengibre. Escojo algunos mangos de piel amarilla y pinteada, similar a la de los plátanos maduros. Cerca de casa el ambiente es variado: varios policías interrogando a los camellos moros, pidiendo la documentación o registrando sus coches y sus ropas, un grupo de bebedores hispanos chupando de la botella o del cartón de vino, algún tío dormido en el suelo y la gente acarreando bolsas desde el supermercado. Esta es mi estampa de lo castizo y mestizo.