Como se aclara en el título vamos a hablar en este espacio acerca de la tortura, así que, quien sea tan aprensivo como yo con este tema, que se salte el artículo. La otra tarde vi “Syriana”, admirable película aunque de argumento político enrevesado, hasta tal punto que me enteraba de los actos de cada personaje media hora después de que los cometieran. Significa, sí, que entendí el conjunto mucho después de que salieran los créditos finales. Merece la pena; me gustan estas historias en las que dos agentes tienen que citarse en la sala de un cine o en un parque para hablar con calma y sin que les enchufen un micro bajo la mesa. Las series de la tele, el cine y la literatura nos han mostrado tantas veces esta situación que, en cuanto vemos a un tío en un banco tapándose la cara con el periódico, sospechamos que pueda ser un espía trabajando. Luego se fija uno bien y sólo es un jubilado informándose y tomando el sol.
Pero “Syriana” incluye un pequeño problema inesperado: torturan a un personaje (no voy a desvelar la identidad del actor que lo interpreta) arrancándole las uñas con alicates. Ya se harán cargo de lo que esto supone para el espectador, aunque la sangre sea un tinte y, las uñas, de plástico. Da lo mismo. Sólo la frase da repeluzno, eriza los pelos de la nuca, te añade retortijones en el estómago. En esa escena volví a la infancia, cuando en las de terror salía el monstruo y nos tapábamos los oídos y los ojos, aunque dejando siempre una rendija entre los dedos de las manos, pues esa rendija se deja para satisfacer el morbo y para que no nos perdamos la siguiente escena. Para mí supuso, además, un recordatorio del dolor: de niño perdí dos uñas, en dos ocasiones distintas. Ambas tuvieron un encontronazo con puertas. Las perdí de cuajo. No es necesario aclarar el dolor que eso conlleva: sube por la muñeca y el brazo y trepa hasta el hombro. Un día después de ver “Syriana” hice lo propio con “Old Boy”, largometraje asiático y retorcidísimo en el que a un fulano le despojan de los dientes con una herramienta que no nombraré para que no se me incomoden.
Estos sobresaltos hacen que uno maldiga al director, al guionista y a los encargados de los efectos especiales y del sonido por lograr un efecto tan real, tan creíble. Me hizo recordar los dolores más brutales que he conocido y algunas escenas de tortura de ese estilo. En el segundo caso, ahí tienen al protagonista de “Marathon Man”, a quien perforan un diente con un taladro y a las bravas, sin anestesia; o al de “Payback”, cuyos dedos del pie rompen a martillazos, algo parecido a lo que vemos en “Casino” (pero aplicado a las manos); la tortura que emplean al final de “1984”, consistente en una jaula atada a la boca abierta y una rata hambrienta dentro de la jaula; los dedos cortados, de uno en uno y cada cinco minutos, de las manos de una pianista en una de las historias sombrías de la reciente “Three… extremes”; la apertura estomacal de “Braveheart” tras estirarle los miembros; las múltiples sevicias que cometen en “La Pasión de Cristo”; el policía sin oreja de “Reservoir dogs”; o el alto voltaje aplicado al escroto de uno de los soldados de “Tres reyes”. Uno ve estas escenas y piensa que existe algo peor que la muerte, y es el dolor prolongado largo tiempo, la tortura y el consiguiente daño. En los últimos pasajes de la novela “1984” los dos amantes se traicionan para no ser torturados, y así triunfa el Gran Hermano. De este tema sabían y saben mucho los dictadores: humilla a los presos, y éstos incluso son capaces de confesar que participaron en la conspiración para matar a Julio César. Ante la tortura, que usan con frecuencia en Guantánamo, caben pocas heroicidades.