El acontecimiento de estos y de los próximos días va a ser el macrobotellón de Madrid, convocatoria multitudinaria a la que se han ido sumando chavales de otras ciudades mediante mensajes de móvil y correos electrónicos. El aviso no me ha llegado por ninguna vía porque, entre otras cosas, en mí la juventud ya sólo es una sombra que se evapora. Lo de este botellón a escala gigante es una fiesta para competir. Alguien ha pensado: veamos si somos capaces de reunir más personal que en Sevilla. El caso es que todo el mundo está escandalizado, las autoridades se llevan las manos a la cabeza, en las columnas de los periódicos se exhorta a prohibirlo, y el gallinero está revuelto. Un escándalo, oiga. Yo incluso estoy pensando en mandar hacer un traje para rasgármelo; para rasgarme las vestiduras, digo. No estoy en contra del botellón, pero tampoco a favor. Incluso si la cita fuera a las puertas de mi casa no me asustaría: veo botellones a diario, sólo que no son chavales quienes beben, sino alcohólicos de cincuenta años e indigentes que duermen sobre el suelo, tapados con trapos y cartones.
Digo que no estoy en contra porque, si el problema es el alcohol, como dice la Ministra de Sanidad, dicho problema se da todos los fines de semana en las discotecas, los bares, los parques y los pisos de estudiantes. La gracia del asunto es que se arma la gorda cuando los chavales quieren chupar del frasco en la calle, pero no cuando lo hacen en un garito o se meten rayas en los servicios. Ya saben: el caso no es fumar o beber, sino el lugar donde fumas o bebes. Esa hipocresía, probablemente, empuja a que los muchachos quieran celebrar la primavera en mogollón y con litronas.
Pero también he apuntado que no estoy a favor. Me explico. La idea que tengo de los botellones (de los que hice antaño) es distinta: una reunión de cuatro amigos en algún parque, o en un bosque, bebiendo un whisky que no es de garrafón y charlando mientras cae la luz de la luna sobre las cabezas, y huyendo de los ruidos, de la algarabía propia de las discotecas, del bullicio, de las peleas y de los empujones. Una reunión tranquila, pero más barata que si uno se fuese a un garito. En aquel entonces era normal: no teníamos un duro y tampoco una casa para juntarnos. Una reunión contraria a lo que sucede hoy en tantos pubs: la otra noche, por ejemplo, me largué asqueado de un bar madrileño; estaba lleno de gente que le pisaba a uno, se le caía encima, se chocaba sin querer, se le apretujaba contra el cogote; me sentí como si estuviese en la última fase de hundimiento del Titanic. Por eso un botellón en el que, en vez de cuatro amigos, haya cuatrocientos mil fulanos bebiendo hombro con hombro no me gusta un pelo. Basta con hacer cuentas: la suma de alcohol, adolescencia, desconocidos, inexperiencia con la botella y ganas de armarla sólo da problemas, rotura de caras y costillas, comas etílicos, mucho ruido y una montaña de basura en la calle. El botellón que a uno le gusta es ese en el que, al final, te vas de allí abrazado a tu panda, en plena exaltación de la amistad y sin armar broncas ni romper farolas. No tienes cerca a un ganapán que no conoces y a quien, si le pisas por descuido un callo del pie, te arma la de Troya. Participo en uno de esos botellones al año, el único, con mucha menos gente; y es un calvario tener a tantos tipos extraños y pendencieros cerca. Porque algunos, con dos copas encima, parecen salidos de la berrea. Creo que el asunto del próximo viernes se ha hinchado en los medios. Lo más dañino para fomentar ciertas actitudes, ideologías y costumbres es la publicidad; y las prohibiciones. Si esta especie de provocación etílico-festiva no tuviese respuesta, si no hubiera escándalo, quizá ni la convocarían.