Nadie debería sorprenderse por los numerosos fallos de los nuevos quioscos instalados por el Ayuntamiento de Zamora: al fin y al cabo viene siendo la manera de resolver las cosas por parte de quienes gobiernan en la ciudad. A simple vista los proyectos que acometen son estéticamente atractivos (no todos, claro: no olvidemos el Parque de San Martín de Arriba y la Plaza del Cuartel Viejo, horribles ambos), pero a la larga se descubren las deficiencias. Esto y aquello otro están mal, a poco que uno investigue van apareciendo las chapuzas, hay obras que quedan a medio hacer o suscitan polémicas y escándalos, etcétera. Sigo creyendo que, en el fondo, nos venden humo. Pero nosotros picamos.
Los quioscos, puestos hace medio año por el Ayuntamiento, al parecer contienen desniveles, barreras arquitectónicas para los vendedores discapacitados, defectos por doquier o falta de pequeños tejados para que el interior no se moje cuando llueve. Su diseño y su factura desagradan a algunas personas. A mí, lo confieso, no me disgustan, pese a la dictadura estética. Otra cosa es el contenido: errores de ejecución y mala funcionalidad para quienes dentro ejercen. Un hombre en silla de ruedas, como hemos leído en la prensa, lo tiene crudo para trabajar a diario: tienen que ayudarle para todo, desde la apertura de la caseta hasta la venta de periódicos. A este trabajador le prometió el Ayuntamiento que le cambiarían el garito por otro. Siempre prometen... Otro asunto es que cumplan. No obstante, incluso el cabildo no debe estar muy conforme con la empresa de instalación de estas cabinas, como leíamos ayer.
Lo que me interesa señalar, sin embargo, no es tanto el trazado defectuoso de los quioscos, sino el modo en que representan a la ciudad y a la manera de hacer aquí las cosas. Piensen en el quiosco como si fuese la ciudad. Y, el vendedor, sus habitantes. ¿Qué ven? Barreras arquitectónicas o, hablando en plata, impedimentos para los discapacitados. Así ocurre en la ciudad, donde algunas personas subidas en sus sillas de ruedas o manejándose con muletas se las ven y se las desean para atravesar ciertas zonas o entrar en edificios oficiales. ¿Ven algo más? Por supuesto: una imagen adecuada, limpia, notable, que oculta en el fondo una garita repleta de lacras e inconvenientes. Igual que la ciudad: al turista que viene a pasar sólo unos días le entusiasma y la fotografía porque estéticamente es un lujo; pero si viviera aquí no tardaría en descubrir sus obstáculos: barrios periféricos en mal estado, plazas y parques destruidos por nuevas plazas y nuevos parques que sólo sirven a ciertos intereses, obras con las que marean la perdiz una y otra vez y tardan siglos en cumplirse, murallas alrededor de las que derriban casas pero además levantan pisos, atentados al buen gusto y al patrimonio... A un hombre le ponen un quiosco nuevo: ahí debe pasarse largas jornadas de trabajo, casi media vida. Sólo quiere estar a gusto, sentirse cómodo, que todo funcione bien. Visto desde fuera, podemos decirle que en esas nuevas instalaciones estará como Dios. Pero no es así. Pues con la ciudad sucede tres cuartos de lo mismo. Vienen los turistas, se asombran de lo bella que está la ciudad, de lo tranquila que es, y dicen o decimos esa manida frase de que, como en Zamora, no se vive en ninguna parte. Y sospechan que estaremos dentro como Dios. Pero otra cosa es vivir en la ciudad, día tras día. Soportar el ninguneo político, el éxodo de la juventud, la falta de perspectivas, los disparates de los gobernantes, las obras mal hechas y los proyectos que no se cumplen. Como en los quioscos, el exterior es perfecto. Pero, ¿y el interior?