El germen de este libro es una maravilla de azares: la escritora Polly Morland vaciaba la casa de sus padres cuando le llamó la atención un libro caído en la parte posterior de la biblioteca familiar: un ejemplar de Un hombre afortunado de John Berger. Después de leerlo indagó un poco hasta comprobar que la zona rural de la que hablaba el autor estaba cerca de donde vivía ella. Allí contactó con la doctora actual, que se encargaba del mismo puesto que el médico sobre el que Berger había escrito.
Acompañada también de un fotógrafo (Richard Baker), que emula las imágenes de Jean Mohr, se propuso repetir el ejercicio, esto es, seguir los pasos de la doctora para comprobar cuánto habían cambiado los paisajes, las personas y el ejercicio de la medicina en estos tiempos.
Su propuesta, entonces, habla de Berger, de aquel doctor, de esta médica y de los mismos paisajes, aunque algunas dolencias y enfermedades han cambiado. Su doctora tiene que tratar numerosos casos de ansiedad, depresión, tendencias suicidas y covid (el libro abarca el tema de la pandemia). Pero trata de hacerlo con los mismos materiales que aquel doctor de los 60: conociendo a los pacientes. Unos fragmentos:
Un paisaje no sabe quién construirá una vida entre sus pliegues y ondulaciones, quién caminará por sus senderos y respirará su aire.
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Encontré un libro que nadie había abierto en casi cincuenta años. Hacía media vida que se había caído detrás de la biblioteca de mis padres, pero jamás llegó a tocar el suelo, sino que, enganchado en un puntal metálico, colgaba en el aire, suspendido. Una edición antigua, en rústica, de Un hombre afortunado, de John Berger, publicado por Penguin, todavía con el precio: cuarenta y cinco peniques de los nuevos o nueve chelines.
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Como era de esperar, Un hombre afortunado se desarrolla en el mismo valle, remoto y rural, que ha sido mi hogar en la última década. Es el relato de las seis semanas de 1966
que el crítico y escritor John Berger y el fotógrafo Jean Mohr dedicaron a documentar el trabajo del médico local.
Eso fue precisamente lo que hizo que se me parara el corazón, pues ése no sólo era mi hogar, mi valle, sino que también conocía a la doctora, la sucesora de aquél, la mujer que hoy atiende a los habitantes de este lugar. Sabía que las dos éramos más o menos de la misma edad, casi la misma del ejemplar que tenía en las manos. Sabía que la doctora llevaba veinte años repartiendo su tiempo entre los dos consultorios gemelos que hay en sendas vertientes del valle. Sabía que la gente confiaba en ella y que ella amaba su trabajo, que rara vez se tomaba un día libre. Sabía que los pacientes comentaban lo inusual que es hoy en día contar con un médico de familia como ella, casi un vestigio del pasado. Tal vez fuera una mujer afortunada, como su predecesor, pero a continuación pensé: “Dios mío, menuda época para ser médico”.
[Errata Naturae. Traducción de Vanesa García Cazorla]