domingo, octubre 01, 2023

La ciudad de los vivos, de Nicola Lagioia

 

 

Ésta es la crónica (del estilo de A sangre fría, lo que hoy llaman ‘true crime’) del asesinato de un chaval a manos de otros dos jóvenes en la Roma de 2016. Un suceso real que conmocionó a Italia porque torturaron a la víctima antes de matarla, con mucho ensañamiento, y, a priori, no había ningún móvil. La descripción del crimen apenas abarca unas páginas: lo importante, lo que te mantiene en vilo, es la destreza del autor para relatarte las horas previas, las vidas de los tres chicos, su maratón de cocaína y alcohol antes de su carnicería, las declaraciones de terceros… Salió ya hace tiempo y es muy bueno. Unos fragmentos:

Ningún ser humano está a la altura de las tragedias que se le infligen. Los seres humanos son imprecisos. Las tragedias, piezas únicas y perfectas, parecen talladas por las manos de un dios en cada ocasión. El sentimiento de lo cómico nace de esta desproporción.

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La realidad es demasiado brutal para que la mente humana pueda soportarla. La mente humana está estructurada precisamente para bloquear la realidad. Reorganiza el misterio terrible del tiempo. Oculta el pensamiento de la muerte. Presta un nombre a las cosas desnudas, luego las convierte en símbolos.

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La gente, de todos modos, no se imagina lo que hay detrás. Nada sabe de la ansiedad, de la presión, ignora la verdadera locura que se puede desencadenar en torno a la familia de un reo confeso cuando un caso como ese pasa a ser de dominio público. Los periodistas, los directores de cadena, todos, en algún momento, lo acosaron. Querían que les entregara al padre del chico. Querían a la madre del chico. O, como mínimo, aceptarían también al hermano del chico.

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¿Cuánto necesitamos reflexionar sobre lo que sabemos que no sabemos de las personas a las que amamos? Y, aunque fuera posible saberlo todo sobre ellos, ¿sería objetivo?

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El asesinato arroja luz sobre la víctima y el verdugo, y siempre es una luz parcial, una luz perversa: el asesinato es el mal y el mal es el narrador de la historia. El asesinato arroja luz sobre sí mismo para dejar el resto en sombras, para que víctima y verdugo se confundan en la excepcionalidad de lo sucedido. Al mostrarnos a los verdugos como monstruos nos impide acercarnos a ellos a nivel emocional; reduciendo a la víctima a lo extraordinario de su suerte la aleja de nuestra empatía.

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La víctima inculpable no necesita pruebas, su cuerpo es sagrado. Si el narrador, es decir, la trama del asesinato, aspira a distorsionar nuestra mirada (llevándonos por un lado a no sentir amor por la víctima; por otro, a hacernos la ilusión de que lo que despreciamos del verdugo nos es ajeno) el movimiento para liberarnos de esa trampa debería ser doble. Deberíamos amar a la víctima sin necesidad de saber nada de ella. Deberíamos saber mucho del verdugo para entender que la distancia que nos separa de él es menor de lo que pensamos. Ese segundo movimiento se aprende, es fruto de una educación. El primero es bastante más misterioso.

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La cosa siguió así durante semanas, con una avalancha de energúmenos en la red que despotricaban sin freno, hasta que la espuma de las hipótesis se pulverizó una vez más contra el principio de realidad.

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Cuando la sociedad del espectáculo tiembla, el lector compra.




[Literatura Random House. Traducción de Xavier González Rovira]