Hasta donde yo sé, en España sólo se había publicado un libro de Kay Boyle, Relatos (falsamente) inocentes, en Icaria Editorial. Después de leer la estupenda novela corta que acaban de traducir en Muñeca Infinita, El caballo ciego, me cuesta entender que nadie más se haya interesado por su obra. La traducción, por cierto, es admirable y de ella se encarga Magdalena Palmer.
Un caballo es el eje y la excusa que le sirve a la autora para hablarnos de una familia y sus tensas relaciones. Son los años 30. Padre, madre e hija viven en una propiedad en la que no faltan tierras, ganado, establos. Viven de la cría de caballos. Candy Lombe, el padre, es un pintor que ha fracasado, que sobrevive gracias al dinero de su mujer, y que se ha convertido en un alcohólico experto en gastar esos billetes que no son suyos. La madre, de la que nunca sabemos el nombre, es experta en el tema equino por tradición familiar y mira con malos ojos las decisiones que toma su marido. Nancy, la hija, es una estudiante recién llegada de Florencia a la que su padre acaba de regalar un caballo. El problema es que Candy lo ha comprado por instinto, por ignorancia, pero la madre sabe que es un animal patilargo y con mala sangre, y no le da buena espina. Cuando el caballo se queda ciego, el problema se magnifica: ¿qué hacer con un animal que no ve? El veterinario apuesta por el sacrificio.
A partir de entonces se establecen líneas de tensión entre los tres personajes, y afloran así sus conductas, sus maneras de ser, las huellas del pasado. La madre está decidida a sacrificar al caballo, porque un animal ciego no les sirve de nada. La hija prefiere salvarlo, porque piensa que todo ser vivo debería tener una oportunidad, y si fuese un hombre viejo nadie pensaría en sacrificarlo sólo por su repentina ceguera. El padre está en medio de esta disputa: por un lado, quiere ponerse de parte de la hija, cumplir sus deseos y su voluntad; por el otro, tiene miedo de que la chica lo monte y se caiga y se accidente o muera.
En El caballo ciego también hay una especie de admiración por la juventud y dolor por la llegada a la vejez, al declive. La primera la encarna la hija, con sus ansias de viajar, sus ideales, su obsesión por salvar al animal; el segundo, esos padres que notan cómo envejecen, que descubren con estupor que ya nada es igual que antes. Candy, para mí el personaje más interesante del libro, es un hombre que añora a su mujer tal y como era antaño, en su juventud: a veces la llora como si se hubiera muerto, tales son los cambios que sufren algunas personas inmersas en la mediana edad.
Todo esto lo cuenta Kay Boyle con una prosa admirable, con frases inesperadas que descolocan al lector y con tramos en los que la narración en tercera persona se inmiscuye en los pensamientos de los personajes. El caballo ciego es, pues, una pieza corta de primer orden. Veamos un fragmento:
Ah, problemas, problemas, los hay de dos clases distintas, pensó mientras ascendía amargamente por los verdes campos de junio: los que das y los que recibes. Yo doy, doy sin reservas, le dijo a la maldición, al flagelo, a la injusticia de su vida. Es más virtuoso dar que recibir, así que yo doy. Di problemas en casa hasta los veinte años, solo por el calvario del arte; no por el hecho o la consecución del arte, sino por el sacrificio organizado de lo que los ociosos decían que no era Arte, el Glorificado, el Loado. Di problemas año tras año por el asesinato deliberado de que lo que Ellos (la familia) reconocían como la comodidad de un ratón en su agujero en Mí (individuo), que debía (por razones que el tiempo nunca ha aclarado) ser rescatado de la mediocridad mediante el reconocimiento supremo, amplio y definitivo. Vestía guardapolvo y boina en las calles de Montreal, eso vestía Candy Lombe, por Dios, y qué es ahora sino un hacendado vestido con chaqueta de hacendado, paseando por el campo con un buen sombrero de fieltro, diciéndose que conseguirá un boceto, una vista aérea, en lugar de una patada en el trasero por sus cuarenta y pico años de molestias, sin fingir ya ahora, sin cargar una caja de acuarelas ni una paleta ni tubos de pintura ni tableros, sino con un pantalón de golf bien ajustado a los tobillos y un corazón podrido en su interior.
Porque nunca nadie me hizo entender que dependía de mí, ni nadie me ayudó ni me indicó qué tenía que hacer, dijo la petulancia, las quejas que ni siquiera el enojo creciente podía dignificar con su ardor; yo, un oriundo de las colonias en Inglaterra, pobre, pintor; país, estatus y convenciones imponen su segregación.
[Muñeca Infinita. Traducción de Magdalena Palmer]