Treinta y siete años. Soltero. Con problemas cardíacos. Estudiante.
Era una persona que podía responder a ese tipo de preguntas hipotéticas de las que se suele hablar pero que jamás te llegan a preguntar. Podía contestar sin dudar, y razonando sus elecciones, los diez libros que se llevaría a una isla desierta; y las diez personas que podrían acompañarlo. Te podía explicar, justificando hasta el último penique, cómo se gastaría mil millones de dólares en un plazo de veinticuatro horas.
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Lo que la gente quería era el más elemental espacio habitable: el baño completo y el servicio, los dos dormitorios, la cocinita, y el salón-comedor donde colocar cuarenta años de muebles. ¡Ay, sí, ay, sí, ya lo creo! y quizá también una salita en la que pondrían un televisor en color y un balcón con macetas, por supuesto. Pero lo principal era el espacio, el apartamento en sí.
¡Un lugar donde vivir, donde estar!
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El lujo tenía un efecto curioso: la baja opinión que te hacía tener de ti mismo al no haber pensado en tus necesidades con la misma inteligencia que habían tenido otras personas que ni siquiera te conocían.
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Cuídense. Si no se goza de salud, ¿qué queda? ¿El buen nombre?
[La Fuga Ediciones. Traducción de Montse Meneses Vilar]