/ Los soldados, calados los cascos, separadas las piernas, pisan, los músculos tensos, entre los recién nacidos enfardados en chales escarlatas, violetas: los bebés se escapan rodando de los brazos de las mujeres acuclilladas sobre las chapas acribilladas de las camionetas de la GMC; el conductor aparta con la mano libre una cabra que se cuela en la cabina; / por el collado del Ferkous, una sección del RIMA atraviesa la pista; los soldados saltan de las camionetas; los del RIMA se tumban en la grava, la cabeza apoyada contra los neumáticos tachonados de pedernal, de pinaza, se desnudan el torso a la sombra del guardabarros; las mujeres mecen a los bebés contra sus pechos: el balanceo remueve reforzados por el sudor del incendio los perfumes que impregnan sus harapos, sus pelos, sus carnes: aceite, clavo, henna, manteca, índigo, azufre de antimonio –en la base del Ferkous, bajo el espolón cargado de cedros calcinados, cebada, trigo, colmenares, tumbas, chiringuito, escuela, estiércol, higueras, mechtas, muretes forrados de sesos reventados, huertas rubescentes, palmeras, dilatados por el fuego, estallan: flores, polen, espigas, briznas, papeles, telas manchadas de leche, de mierda, de sangre, cortezas, plumas, levantados, ondulan, expulsados de fogata en fogata por el viento que arranca el fuego, del suelo; […]
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[…] Khamssieh suelta un vagido: la lefa de los obreros, mezclada, insípida, en su saliva, lo asquea; su miembro arrugado se encoge en la pelambre /; la otra mano del datilero blande el miembro de Wazzag, lo pliega, empalmándose, contra el bajo vientre, la palma ahonda en el pubis, al tiempo que el orgasmo –un hilillo de lefa con aroma de sangre, goteando, sin sacudidas, del glande– irradia y clama por todo el cuerpo del datilero que, volviéndose, pegado al puto, sobre la extensión de suelo que ocupa el mostrador, saca el miembro de entre las nalgas de Wazzag, se pone de pie, mantiene las piernas desnudas a un lado, a otro de la grupa del puto tumbado bocabajo, los dedos de los pies hurgándole en el pelo de los sobacos; lento, acariciándolo, con el talón polvoriento, el hombro, el cuello, los rizos sangrientos de la melena sobre la nuca pringosa, le palpa las bolas secretoras con el muslo enlefado; los dedos del pie cierran los párpados del puto contra la madera: .. «duerme, solete, me has dejado seco»; […]
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[…] / en la duna, el de rizos, con la rodilla apuntalada en el muslo de la chica rapada, empuja a la susodicha por la arena; las manos se le hunden en la pendiente, la cresta se desmorona, sedosa, sobre sus antebrazos; la parte superior del tronco de la chica rapada, los pechos fuera de la túnica, se da la vuelta en la pendiente a la sombra; el de rizos lame los pezones ardientes que resbalan bajo sus fosas nasales, bajo sus labios; en la boca abierta de la chica rapada, la lengua moteada de malva, de nácar, destella, iluminada por un rayo que se cuela entre el ramaje espinoso; el sexo rezuma contra la rodilla prieta en los vaqueros remendados; el de rizos, irguiendo el busto, sacude la cabeza abrasada: un estremecimiento le zarandea la nuca, bajo la sudoración; las manos cubren el vientre de la chica que retiembla bajo la tela recalentada, envuelven, encajándose los pezones en el hueco de las palmas, los pechos desorbitados en el vuelco, los aprietan, los pezones pellizcados entre dos dedos; […]
[Malas Tierras. Traducción de Rubén Martín Giráldez]