miércoles, octubre 10, 2018

Tránsito, de Rachel Cusk


Había sido ese mismo amigo –un escritor– el que me había aconsejado en primavera que, si iba a mudarme a Londres con un presupuesto limitado, me comprara una casa mala en una calle buena antes que una casa buena en un barrio malo. Solo los muy afortunados y los muy desgraciados, me dijo, tienen una suerte pura: a los demás nos toca escoger. Al agente inmobiliario le había sorprendido que hubiese hecho mía semejante perla de sabiduría, si es que de sabiduría se trataba. Según su experiencia, me dijo, las personas creativas valoraban más la luz y el espacio que la ubicación.

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El caso es que, continuó, sé sobre qué quiero escribir. Se detuvo y le dio un sorbo al té. Lo que pasa es que no sé cómo hacerlo.
Al otro lado de las ventanas del salón, el cielo de la tarde era de un gris inmóvil. De vez en cuando llegaban ruidos de la calle, el portazo de algún coche o el retazo de una conversación que pasaba.
Le dije que no siempre se trataba de saber cómo hacerlo.

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Lo que Gavin entendía era lo vulnerable que eras cuando tenías la casa hecha jirones. Es como estar en una mesa de operaciones, dijo Amanda: te han abierto y ahora tienes a varios hombres trabajando dentro y no puedes moverte hasta que te hayan arreglado y te hayan vuelto a coser.

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Desear algo mejor exigía autocontrol, exigía la aceptación del hecho de que tal vez no podrías tenerlo siempre y de que, incluso teniéndolo siempre, nunca te hartaría. Ese deseo te dejaba a solas contigo mismo, y cuando pensaba en su vida la veía como una serie de intentos de perderse a sí mismo fundiéndose con alguna otra cosa, algo externo que pudiera ser asimilado, hasta el punto de que durante largos periodos llegó a olvidar que Susie y él eran personas distintas.


[Libros del Asteroide. Traducción de Marta Alcaraz]