lunes, febrero 26, 2018

Un astronauta perfecto, de Hilario J. Rodríguez


La literatura es hasta cierto punto un acuerdo entre fantasmas. Y un juego en común. Si uno impone su imagen de manera muy clara, apareciendo como lo harían unos padres que de pronto regresan a casa y pillan a sus hijos imitándolos, el juego se acaba, las palabras se disuelven.

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En manos de los viajeros, las ciudades suelen convertirse en cadáveres. Por eso los viajes suelen convertirse en lecciones de anatomía. Se trazan líneas caprichosas sobre el mapa real, cortes en un cuerpo al que las palabras y las fotografías le quitan la vida, embalsamándolas como a una momia del antiguo Egipto, sólo para indicar que uno estuvo allá, dando a entender involuntariamente que quizás ese allá no exista pero aún queda un testigo capaz de contarnos en qué consistía la vida por aquellos pagos cuando él los atravesó.

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No estoy escribiendo este libro para contar lo que veo, sino para analizar lo que veo, para desmantelarlo, para escudriñarlo. No voy en busca de experiencias, voy construyéndolas a medida que me muevo, hasta cuando no lo hago, en una extraña posición desde la que me cuesta aceptar cuanto me ofrecen y en lugar de eso busco lo que me ocultan. Al intentar acercarme a lo real, me alejo del artificio realista.

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Utilizamos palabras para mediar entre la realidad –según nuestras entendederas– y los sueños –según nuestras limitaciones– con tal de situarnos siempre a una distancia razonable, ni demasiado lejos ni demasiado cerca, de cuanto hay en el mundo e incluso de cuanto no hay en él.  

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Si llegas a la conclusión de que en el fondo nada te pertenece, también puedes llegar –sin demasiado esfuerzo– a la conclusión de que en el fondo el mundo no le pertenece a nadie y puedes atravesar sus fronteras cuando te apetezca.

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Una enfermedad es un asunto cultural, al menos en Centroamérica. Allí, además de médicos y hospitales convencionales, hay chamanes, brujos y curanderos, cuya eficacia depende más de su aceptación que de sus verdaderos poderes. De alguna manera se entienden las enfermedades como jeroglíficos que sólo se pueden solucionar por consenso, como si se escenificase un truco de magia y fuera necesario un acuerdo entre el mago y el espectador para resultar positivo. El paciente presenta un símbolo divergente en su cuerpo, algo así como un mensaje absurdo y caótico capaz de alterar el equilibrio de su naturaleza y de la Naturaleza en general, y el chamán o curandero debe interpretarlo antes de intentar curarlo. 


[NewCastle Ediciones]