miércoles, enero 17, 2018

Milenio negro, de J. G. Ballard


Poco a poco voy consiguiendo todos los libros de J. G. Ballard. En el caso de Milenio negro, estuve buscándolo durante meses por las redes y por las librerías de saldo: sin éxito. Cuando ya había desistido de encontrar un ejemplar, lo vi de pasada en un puesto de la Cuesta Moyano por 5 euros. Y la edición estaba prácticamente nueva. Supongo que a veces son los libros los que nos encuentran a nosotros.

Milenio negro es una de las últimas novelas que escribió. Y el oficio se nota: aunque la trama no sea tan "movida" o "trepidante" como en otros casos (pienso en El mundo sumergido o en La sequía), las sentencias que Ballard va incluyendo en torno al consumismo, las clases sociales, la revolución y el ambiente urbano cuando es hostil, sobre todo en boca de sus personajes, son para enmarcar. Ambientada en Londres y publicada en 2003, fue un anticipo de lo que acabaría sucediendo en esa ciudad en 2011 (disturbios, tambaleo del sistema de bienestar de las clases medias, etc), quizá porque Ballard tenía algo de Jules Verne, de visionario que sueña despierto y lo escribe y a veces se va cumpliendo.

En Milenio… se origina una revuelta en la clase media: hay gente que quiere sacudir al sistema para atentar contra el consumismo y reconocer que fueron engañados, que el paraíso prometido sólo es una trampa para quedar endeudados de por siempre y no tener acceso a ese nivel de vida tan alto que les prometieron. En este entorno, David Markham, el protagonista, trata de averiguar quiénes están detrás del atentado en un aeropuerto en el que falleció su ex mujer. Pero lo de menos es el argumento: como siempre en Ballard, lo importante es cómo ese paisaje físico acaba imponiéndose en las mentes de sus personajes, y cómo muchos se sirven de la violencia igual que si fuera un medio de comunicación. Os dejo unas cuantas perlas:

A veces, cuando me sumaba a una manifestación contra los experimentos con animales o contra la deuda del Tercer Mundo, sentía que estaba naciendo una religión primitiva, una fe en busca de un dios al que adorar. Los feligreses vagaban por las calles, buscando con ansia una figura carismática que tarde o temprano saldría del desierto de un centro comercial suburbano y levantaría un alentador viento de pasión y de credulidad.

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Las únicas personas aterradoras con las que me encontraba eran los policías y los periodistas de la televisión. Los policías eran taciturnos, paranoicos con todo lo que desafiara su autoridad. Los reporteros eran poco más que agentes provocadores, tratando siempre de llevar las tranquilas protestas a la acción violenta.

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-[…] Créame que nada provoca más violencia que una manifestación pacífica.

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-¿Cine negro?
-El negro es un color muy sentimental. Detrás de él se puede esconder cualquier basura. Las películas de Hollywood son entretenidas si la idea que uno tiene de pasarlo bien es comer una hamburguesa y tomar un batido. Norteamérica inventó el cine para no necesitar crecer nunca. Nosotros tenemos la angustia, la depresión y el arrepentimiento de la madurez. Ellos tienen Hollywood.

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-El turismo es el gran soporífero. Un enorme timo, que despierta en la gente la peligrosa idea de que hay algo interesante en su vida. Es el juego de las sillas, al revés. Cada vez que para el hilo musical, la gente se levanta y baila alrededor del planeta, y se agregan más sillas al círculo, más puertos deportivos y hoteles Marriott, de manera que todo el mundo cree que está ganando.
-Pero ¿es otra estafa?
-Una estafa total. Hoy el turista no va a ninguna parte. –Allí, en la destartalada sala, apasionada, hablaba con la seguridad y la confianza de un conferenciante a quien nunca interrumpía el público–. Todas las mejoras en la existencia conducen a los mismos aeropuertos y a los mismos hoteles turísticos, y a la misma estupidez de piña colada. Los turistas sonríen al verse el bronceado y los dientes brillantes y creen que son felices. Pero el bronceado oculta lo que son en realidad: esclavos del salario, con la cabeza llena de basura norteamericana. El viaje es la última fantasía que nos dejó el siglo XX, la ilusión de que ir a algún sitio nos ayuda a reinventarnos.

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-Pusieron una bomba en Heathrow –le recordé–. Hace dos meses–. Hubo muertos.
-Eso fue horrible. –Solidariamente, me apretó las manos–. Un acto sin sentido. La gente que emplea la violencia tiene que ser responsable. Es un tema muy delicado. Todo el mundo sueña con la violencia, y cuando tantas personas tienen el mismo sueño es que algo terrible está a punto de suceder…

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-[…] Richard dice que las personas para las que el mundo carece de sentido encuentran sentido en la violencia inmotivada.

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-[…] Recuerda, David, que a la clase media hay que tenerla controlada. Ella misma lo entiende, y se vigila. No con armas y gulags, sino con códigos sociales. La manera correcta de hacer el amor, de tratar a tu mujer, de coquetear en partidos informales de tenis o de iniciar una aventura. Hay reglas tácitas que todos tenemos que aprender.

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-[…] El malestar social siempre produce gente peligrosa. Personas que usan la violencia extrema para explorarse, así como algunas personas usan el sexo extremo.

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-[…] Mira con atención el espejo, David. ¿Qué ves? Alguien que no te gusta mucho. Cuando tenías veinte años, te aceptabas con todos tus defectos. Después empezó el desencanto. Al llegar a los treinta se te estaba acabando la tolerancia. Ya no eras una persona totalmente fiable y sabías que tendías a hacer concesiones. El futuro se alejaba y los brillantes sueños se perdían más allá del horizonte. Ahora eres un decorado: un empujón y todo se desmorona a tus pies. A veces sientes que vives la vida de otra persona, en una casa extraña que has alquilado por accidente. La persona en la que te has convertido no es tu yo verdadero.

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Una bomba terrorista no sólo mataba a sus víctimas sino que creaba una violenta grieta a través del tiempo y el espacio y destruía la lógica que mantenía unido el mundo. Durante unas horas la gravedad se volvió traidora, anulando las leyes del movimiento de Newton, invirtiendo el curso de los ríos y derribando rascacielos, despertando miedos que durante mucho tiempo habían estado dormidos en nuestra mente. El horror desafiaba a las autocomplacencias de la vida diaria, como un desconocido que sale de una multitud y nos da un puñetazo en la cara. Sentado en el suelo y sangrando por la boca, uno comprendía que el mundo era más peligroso pero quizá con más sentido. Como había dicho Richard Gould, un acto inexplicable de violencia tenía una intensa autenticidad que ninguna conducta razonada podía igualar.

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-[…] Ningún revolucionario de clase media puede defender las barricadas sin una ducha y un buen capuchino.


[Ediciones Minotauro. Traducción de Marcial Souto]