viernes, septiembre 29, 2017

Elogio del caminar, de David Le Breton


De cuantos ensayos he leído sobre el tema de las caminatas, probablemente éste sea mi favorito. El que más me ha llenado y del que más citas he ido copiando. David Le Breton se sirve de una bibliografía exhaustiva y muy provechosa, cuyos títulos se indican al final (algo que no se hace, por desgracia, en otros libros del tema) y va enlazando fragmentos de esas obras y anécdotas de otros viajeros y escritores célebres para componer un análisis magistral del acto de caminar. Caminar por el campo y por los bosques. Caminar por las ciudades y por los pueblos. Viajar descubriendo mundo como si los exploradores también fueran "caminantes de horizontes". Un libro de una belleza sin igual, para irlo degustando despacio, a ser posible mientras se viaja a otras zonas y se camina por las ciudades, como hice yo en los días de verano en que lo leí. Otra de esas perlas que debería haber leído hace tiempo, y de la que os dejo varios extractos:

Caminar es a menudo un rodeo para reencontrarse con uno mismo.

**

Caminar, incluso si se trata de un modesto paseo, pone en suspenso temporalmente las preocupaciones que abruman la existencia apresurada e inquieta de nuestras sociedades contemporáneas. Nos devuelve la sensación del yo, a la emoción de las cosas, restableciendo una escala de valores que las rutinas colectivas tienden a recortar.

**

Al principio del viaje hay un sueño, un proyecto, una intención. Unos nombres que excitan la imaginación; una llamada al camino, al bosque, al desierto; la intención de evadirse de lo ordinario para una escapada de unas cuantas horas o de unos cuantos años.

**

La comida, aunque poca, nunca sabe tan bien como en el momento del alto en el camino, que sigue al esfuerzo continuado durante horas. Caminar transfigura los momentos normales de la existencia, los reinventa con nuevas formas.

**

Caminar es una biblioteca sin fin que escribe, en cada ocasión, la novela de las cosas habituales en el camino y nos enfrenta a la memoria de los lugares, a las conmemoraciones colectivas señaladas por placas, ruinas o monumentos. Caminar es una travesía por los paisajes y las palabras.

**

El caminante es un hombre del intersticio y del intervalo, de lo que está entre las cosas, pues al tomar las rutas secundarias se sitúa en la ambivalencia de estar a la vez dentro y fuera, aquí y allí.

**

El caminante crea el camino a la medida de su cuerpo, de su aliento; no le debe nada a nadie, ni para dormir, ni para comer, ni para avanzar a lo largo de su camino –elige a sus acompañantes y cuando le place se refugia en su soledad–.

**

Caminamos también para escribir, contar, capturar imágenes en palabras, mecernos a nosotros mismos en dulces ilusiones, acumular recuerdos y proyectos.

**

Cada habitante de la ciudad tiene sus espacios, sus recorridos predilectos, forjados al hilo de sus actividades, que coge de manera unívoca o que varía según su humor, el tiempo que haga, sus ganas de darse prisa o de vagabundear, las compras que tenga que hacer por el camino, etc. Alrededor de cada urbanita se dibuja una miríada de caminos vinculados a su experiencia cotidiana de la ciudad: el barrio donde trabaja, el de sus quehaceres administrativos, el de las bibliotecas que frecuenta, donde viven sus amigos, los que conoció en su infancia o en diferentes periodos de su vida. Tiene también sus zonas de sombra, los lugares a los que nunca va porque no se asocian con ninguna actividad ni con ningún estímulo, a no ser que pase por ellos en coche alguna vez pero sin la curiosidad suficiente para detenerse, o los lugares que, por lo que sea, le dan miedo.

**

El flâneur camina por la ciudad como lo haría por un bosque: dispuesto al descubrimiento.

**

La persona que camina por la ciudad se baña en una sonoridad que a menudo se vive como algo extremadamente desagradable. El ruido es un sonido de valor negativo, una agresión contra el silencio o simplemente contra toda pretensión de moderar el estruendo.

**

Caminar fabrica lentamente el sentido que permitirá reencontrar la evidencia del mundo; a menudo se camina para reencontrar un centro de gravedad, perdido al haber sido alejado de uno mismo. El camino recorrido es un laberinto que provoca el descorazonamiento y el cansancio; pero su salida, radicalmente interior, es a veces un reencuentro con el sentido y con el gozo de saber que hemos invertido, a nuestro favor, todas las dificultades con las que nos hemos cruzado. Muchas rutas son travesías del sufrimiento, que nos acercan lentamente a la reconciliación con el mundo.

**

En la trama del camino, hay que intentar reencontrar el hilo de la vida.


[Ediciones Siruela. Traducción de Hugo Castignani]

jueves, septiembre 28, 2017

Stanley y las mujeres, de Kingsley Amis


Leer a Kingsley Amis siempre resulta divertido: su prosa suele ser fina, propia de un caballero inglés, pero sus intenciones suelen estar recargadas de ácido. Stanley y las mujeres, según parece, fue el resultado de la catarsis que siguió a su separación de la escritora Elizabeth Jane Howard: en estas páginas quiso invertir su rabia y su malestar. Aunque estamos ante una obra de ficción, es el caramelo envenenado con el que Amis se desquitó de aquel mal trago.

Si en el libro abundan los toques de comicidad, sin embargo al lector le esperan dos dramas potentes:

Uno es el tema de la separación, del que en la página 64 de esta edición nos dice: Divorciarse es una de las cosas más violentas que pueden sucederle a uno y no es fácil llegar a asimilarlo del todo. De hecho, jamás se consigue. Stanley Duke ya se pelea a menudo con su ex esposa (la primera), cuando su mujer actual decide abandonarle.

El otro es el tema de los desequilibrios psicológicos. La trama arranca cuando el hijo de su primera esposa, Steve, empieza a seguir patrones de conducta que los demás sólo pueden identificar con la locura. Esa nueva situación genera cambios y estrategias forzosas (llevarlo al psiquiatra, poner al corriente a su madre, rescatarlo cuando se mete en líos y provoca a los demás, ingresarlo en un hospital…) y desemboca en las broncas del protagonista y narrador con las mujeres de su entorno. Éste es un tema verdaderamente duro, de connotaciones agrias, aunque Amis lo disfraza con observaciones humorísticas y numerosos diálogos.

Es una novela que incomoda, especialmente por las diatribas y los exabruptos del narrador, quien pese a ello a veces (sólo a veces) nos resulta simpático del mismo modo que nos caía bien Gregory House a pesar de las crueles parrafadas que soltaba a menudo. Stanley es, en el fondo, un hombre incapaz de corresponder a quien lo necesita con una palabra amable; tal vez por eso su hijo le dice, cuando el padre lo envía al hospital, que su intención es quitárselo de encima (Te estás deshaciendo de mí, ¿verdad? Eso es lo que quieres. Padre). En este párrafo, que describe un momento íntimo con su segunda mujer, el propio narrador queda bien retratado:

Se agachó y me besó. Estando sentado a la mesa como estaba, el abrazo que nos dimos fue un tanto extraño, pero no importó demasiado. Me habría gustado decirle muchas cosas, todas buenas y agradables, pero no supe ordenarlas o hacerlas sonar como es debido en mi cabeza, de modo que me limité a emitir unos cuantos sonidos agradables y amistosos y a acariciarle el cuello. Pasado un minuto, se levantó y fue a hacer el té.


[Impedimenta. Traducción de Eder Pérez Garay]

martes, septiembre 26, 2017

En el barco de Ise. Viaje literario por Japón, de Suso Mourelo


Llega en ocasiones durante el viaje un momento en que se produce una embriaguez: el desapego. Un tiempo en que el alma flota y los pies se aligeran. El pasado se empequeñece y el futuro no existe. Solo lo que ocurre cuenta. Aparece tras tiempo de alejamiento, de abandono de los rituales. Tras oír docenas de voces ajenas y escuchar la de uno mismo. A veces sucede en un lugar hermoso, en un barco o en un tren, y siempre alcanza al peregrino en soledad. A mí me invadió en Tottori, una ciudad deslavazada e impersonal, de camino a un mar de dunas.

**

Me había levantado tarde, vencido por la deuda de sueño contraída en Hiroshima. Tomé té con mandarinas y salí a la mañana. La vida andaba a cámara lenta, a paso de domingo. Los rostros danzaban como hermosos fantasmas de un sueño.
Oí una canción.
Era yo quien cantaba. Me habían contado que las melodías salen solas en momentos de miedo. Acababa de descubrir que también ocurre al contrario.

**

Le dije que mi encuentro con más mujeres que hombres venía a compensar una carencia: salvo Takasue no musume, la autora de aquella antigua crónica de viajes, y algunas poetas mi mapa literario lo habían trazado hombres. Los novelistas que me guiaban eran varones. Los escritores japoneses de los últimos siglos traducidos a lenguas occidentales son hombres y yo había elegido no seguir autores vivos. Las mujeres reales serían el contrapeso a las heroínas románticas y a las mujeres fatales de las novelas del siglo XX.
-Creo que si leo relatos de hombres y solo hablo con hombres me perderé la mitad del país.

**

Traicionaría a Hiroshima quien prescindiera de su pasado, pero lo haría también quien solo buscara eso. ¿Qué sentido tendría un viaje andamiado solo en los parajes de la historia? Cada viajero emprende un rumbo distinto a un mismo destino. Para el peregrino el camino es un viaje a las personas. Todo lo que conduce a ellas –novelas, historia, leyendas, arte, naturaleza– son las excusas.

**

Un viaje acaba, también, porque el viajero se vuelve algo impermeable. Porque los instantes de asombro se vuelven más extraños. Hay una nostalgia en el final, cuando el nómada deja de serlo. Cuando no desea o no puede seguir más huellas. Cuando descubre que cuando regrese a ese lugar ya no lo hará como peregrino.


[La Línea del Horizonte Ediciones]

viernes, septiembre 22, 2017

Parpadeo, de Theodore Roszak


Vi mi primer film de Max Castle en un sórdido sótano del oeste de Los Ángeles. Hoy, a nadie se le ocurriría proyectar películas en tugurio semejante. Pero en su momento –a mediados de los cincuenta–, aquella era la modesta sede de la mejor sala de cine de repertorio al oeste de París.

**

Como la mayoría de americanos de mi generación, mi historia con el cine se remonta hasta donde no me alcanza la memoria. Según tengo entendido, comenzó con espasmos prenatales de emoción y deleite. Mi madre era una espectadora ávida, una fanática que iba dos veces por semana a sesiones triples de cortometrajes variados. Usaba las salas de cine como millones de americanos a fines de la aciaga década de los años treinta: como refugio a veinticinco centavos del calor del verano y el frío del invierno, como preciosa vía de escape del dilatado sufrimiento de la Depresión. Era también la mejor manera de evitar al casero ante la puerta para cobrar el alquiler. Cabe que buena parte de los desechos arquetípicos que pueblan los descuidados rincones de mi mente –la primitiva llamada de apareamiento de Tarzán, la carcajada de la Bruja Mala, el aullido del Hombre Lobo– se infiltraran en mi sueño fetal a través de las paredes del útero.

**

Ella insistía en que las películas eran algo más que un saco de ilusiones ópticas; eran literatura para el ojo, en potencia igual de importantes que cualquier página escrita. De ella aprendía a escuchar siempre la palabra, a observar la imagen. O al menos así veía yo toda película hasta que Max Castle me introdujo en una ciencia del cine más oscura.

**

Mediante su programación y sus notas, regaló a su público los beneficios de sus estudios cinematográficos europeos, demostrando que una comedia de Preston Sturges o un musical de MGM merecían el mismo valor crítico –y lo necesitaban más– que los grandes clásicos de la pantalla. Pues, según Clare, el entretenimiento gobierna más vidas que el arte, y las gobierna con mayor despotismo. La gente no está en guardia cuando está siendo entretenida. En ese momento las imágenes y los mensajes pasan y arraigan más a fondo.

**

Porque invariablemente, a un nivel subconsciente, las películas de Castle eran psicopáticas de principio a fin. Por todas partes, la sexualidad descarada se mezclaba con una morbidez que eliminaba aposta cualquier efecto placentero. El erotismo de Castle era una pesadilla salida directamente del caldero de un brujo: cuerpos atormentados por su lujuria, aborrecibles a causa del deseo. Una y otra vez, como en el caso de Judas, provocaban la sensación casi palpable de algo impuro aferrado a la carne.

**

-Pero ¿qué hay de malo en lo artístico?
Él respondió con un suspiro cansado.
-Con lo artístico viene el temperamento. Y con el temperamento llega la imprevisibilidad. No es fácil controlar a las personas temperamentales.

**

-[…] El arte está en la ocultación. ¿Es que no lo sabes a estas alturas? Uno trabaja siempre bajo la superficie. Es la única manera de penetrar las mentes: cuando no te ven venir.    


[Pálido Fuego. Traducción de José Luis Amores]

lunes, septiembre 18, 2017

Próximamente: Narrativa completa


De Hermann Ungar. En Siruela.

Las ciudades blancas, de Joseph Roth


Joseph Roth decidió un día emprender un viaje por lo que él llamaba "las ciudades blancas" de Francia (Lyon, Vienne, Tournon, Aviñón, Les Baux, Nimes, Arles, Tarascón, Beaucaire y Marsella) y contarlo después en breves crónicas donde con sólo unas líneas ya nos hace el dibujo de cada lugar, nombra lo esencial y obtiene algunos pasajes de gran altura literaria. Tendré muy en cuenta este libro si alguna vez (y espero hacerlo) recorro esa zona, o al menos algunas de las ciudades citadas. Unos extractos:

Reencontré las ciudades blancas tal como las había visto en sueños. Uno vuelve a ser niño cuando ya solo encuentra los sueños de la infancia.

**

Nosotros somos los hijos. Hemos vivido la relatividad de la nomenclatura e incluso la de las cosas. En un único minuto, el que nos separó de la muerte, rompimos con toda la tradición, rompimos con el lenguaje, la ciencia, la literatura, el arte: con toda la conciencia de la cultura. En un único minuto supimos más de la verdad que todos los buscadores de la verdad habidos en el mundo. Somos los muertos resucitados. Cargados con la sabiduría del más allá, regresamos aquí abajo a ver a los cándidos seres terrenales. Tenemos el escepticismo propio de la sabiduría metafísica.

**

[En un barrio de Lyon] Todo es lento y carente de agitación. Las horas transcurren en silencio y con parsimonia. Hasta las sorpresas se anuncian. Las alegrías son quedas e íntimas. La muerte se acepta como un regalo. La vida no posee excesivo valor. Vale tanto como el mísero sueldo, un vino barato o el cine del domingo.

**

Los pobres no pueden viajar, son sedentarios, poseen un horizonte estrecho geográficamente hablando, se casan con mujeres de las calles vecinas, y, si bien no escriben sus genealogías, queda claro, para quien sepa leer las caras aunque no recurra a documentos, que provienen de la "Antigüedad" y que por sus venas fluye sangre histórica. Hombres sencillos, se sientan a charlar en la orilla, y las sombras del atardecer y un rayo rojizo del sol poniente cincelan su perfil con nitidez y lo extraen de la vulgaridad del día a día para elevarlo a una significación casi simbólica: veo en este y en aquel a un centurión romano.

**

Ninguna guía turística nos ofrece una respuesta. Estamos aquí para preguntar. Estamos aquí para creer.

**

La ciudad brilla blanca; está hecha de la misma piedra que el castillo de los trovadores de Les Baux y el palacio de los papas de Aviñón. Pero no es festiva. Es laboriosa. Alberga millones de existencias destrozadas. En Aviñón, hasta los mendigos eran orgullosos. En el puerto viejo de Marsella, la pobreza es más que miseria. Es un infierno ineludible. Los desechos humanos yacen apilados uno sobre otro en un caos infernal. La enfermedad surge como una flor amarilla y venenosa de los canales obturados. Los perros roñosos juegan con los niños en los charcos. Los andrajosos luchan con los animales por los huesos tirados, miles de hombres y mujeres recogen colillas de cigarrillos, el perro acecha al hombre, el gato al perro, la rata al gato, y todos han puesto el ojo en el mismo trozo de carne podrida en el montón de basura.


[Editorial Minúscula. Traducción de Adan Kovacsics]

viernes, septiembre 15, 2017

Un lugar en la cumbre, de John Braine


Hay libros que uno coloca en un estante o en una pila y promete leerlos en breve, pero las lecturas se acumulan y otros libros nuevos llegan a tapar a los anteriores y pasan los años… hasta que uno topa con ellos por azar o porque recordó un día ciertos títulos y se propuso buscarlos en su biblioteca. A mí me pasa a menudo, más de lo que quisiera. Uno de estos casos es Un lugar en la cumbre, novela del británico John Braine (uno de los "Angry Young Men"), que Impedimenta publicó nada menos que en otoño de 2008. Han pasado casi 10 años y de esta novela poco se supo, poco se reseñó, pese a que es magnífica y pese a que en otros países es una obra de culto, de la que además Jack Clayton rodó una película. Tendría que haberla leído hace una década, me gustaría leer todo lo que ha publicado su editor Enrique Redel, pero es imposible porque no hay horas en el día ni días en el mes para cumplir con nuestros propósitos de lectura.

Un lugar en la cumbre es la historia de Joe Lampton, un canalla y un sinvergüenza de clase baja que se propone llegar a lo más alto: tener el dinero que le falta, conseguir el estatus que necesita para no quedarse atrás, prosperar en tiempos difíciles como suelen serlo los de la postguerra. Entre otros ardides, Lampton empieza a salir con varias mujeres a la vez. Unas le interesan por su dinero, otras por su juventud, otras por su experiencia. Lampton, pese a sus canalladas, es encantador con ellas y sabe enamorarlas con palabras, y por ello va saliendo adelante, aunque en el camino vaya dejando unas cuantas heridas emocionales. En este sentido, hay varios pasajes en los que es evidente su falta de escrúpulos y su vena de machista a la antigua usanza, lo que no significa que el autor esté de acuerdo (Joe narra él mismo su historia y no debemos olvidar que es un personaje, una criatura de ficción). El protagonista es un trepa y hará lo que sea para escalar y sólo hacia el final sabremos si de verdad posee un corazoncito o no. Pero Joe Lampton tendrá también su pequeño descenso a los infiernos urbanos, como lo tuvieron James Caan en El jugador y Michael Fassbender en Shame.

Lucha de clases, amoríos, escarceos sexuales, pintas en los pubs… la verdad es que me lo he pasado en grande. Fue la ópera prima de John Braine y la escribió durante una convalecencia de 18 meses. Prefiero no desvelar más, tratad de encontrarla y no os la perdáis. Esta novela merecería ser reeditada y redescubierta. Aquí van unos extractos: 

Delante de los que tienen el mismo dinero que uno no hay necesidad de ser cuidadoso; la gente que está en tu propio rango de ingresos no es tu enemiga. Pero los ricos sí eran mis enemigos, eso lo sentía; me observaban, esperaban el primer movimiento que pudiera hacer en falso.

**

Dos horas habrían bastado en esa caseta de verano aquella noche, cuando todavía estábamos bajo el influjo del baile, cuando la luna, la sensación de la muerte del invierno y el encanto de nuestros cuerpos encontrándose por primera vez habrían borrado todas las complicaciones y los compromisos; pero no había dos horas disponibles. El tiempo, igual que el préstamo de un banco, es algo que solo se te concede cuando tienes tanto que no lo necesitas.

**

Si se continúa por Birmingham Road durante unas ciento cincuenta millas, uno acaba en Birmingham; ese era otro de los motivos por los que quería emborracharme del todo. Todos los viajes del corazón terminan en una ciudad extraña donde todas las tiendas y los pubs están cerrados, no te queda un penique en el bolsillo y el tren a casa ha sido cancelado sin aviso, cancelado durante un millón de años.


[Impedimenta. Traducción de Enrique Gil Delgado]