lunes, junio 26, 2017

Mi Emily Dickinson, de Susan Howe


Wallace Stevens dijo que "La poesía es el arte de un erudito". Para algunos lo es. Lo fue para Dickinson. Y las mujeres del siglo XIX pertenecientes a su clase consideraban la palabra erudito como sinónimo de poder. Sugería clubes privados. Erudito era el "otro". Era varón. En el mundo de las clases media y alta de exhibicionismo intelectual de la Nueva Inglaterra victoriana, los hombres gesticulaban y sermoneaban; en cambio las mujeres se sentaban en salas o salones de conferencias a escuchar. Elizabeth Barrett Browning y George Eliot eran una rara excepción y sufrieron la agonía de la inseguridad al atreverse a decir algo más en el "griego de una dama, sin los acentos".

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En cierto sentido, el tema de cualquier poema refleja el estado mental del autor en el momento en que fue escrito, pero los sucesos de la vida del artista jamás explicarán esa verdad particular. Los poemas y los poetas de mayor rango siempre serán un misterio. La vida de Emily Dickinson era el lenguaje, y el léxico su paisaje. La distinción vital entre encubrimiento y revelación es la esencia de su obra.

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Las mujeres de la clase y el siglo de Dickinson fueron dependientes, legal y económicamente, de sus padres, hermanos o maridos, lo cual las mutiló psicológicamente. Excluidas de la competencia económica (la cacería), se vieron forzadas a adaptarse al consumismo pasivo. Para una naturaleza puritana, la felicidad se fundamenta en lo sagrado de la labor ética. El deseo es el proceso de adquisición. El deseo es energía, y es ilusorio. El dominio del tiempo abraza a cada poema.
  

[Libros Magenta. Traducción de Ana Rosa González Matute]