jueves, junio 22, 2017

Hombres en el espacio, de Tom McCarthy


Que nuestros puestos determinasen el lugar que ocupara el Asociado Markov, y de ahí la necesidad de que Maňásek saliera de su piso –toda una serie de desplazamientos– suscita en mí una pregunta que llevo rumiando algún tiempo: ¿es de hecho posible, realmente posible, hacer lo que hacemos –a saber, observar acontecimientos–, sin influenciarlos? ¿No damos forma, hasta cierto punto, a las mismas situaciones sobre las cuales reportamos, y al hacerlo ayudamos a forjar la culpa o la inocencia de nuestras presas? No sé qué importancia tienen estas cavilaciones, pero en mi opinión hay motivos para anotarlas.

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Cabría pensar que el daño causado a mi aparato auditivo por los extensos periodos de escucha en las inmediaciones de los apartamentos de, primero, el Sujeto y, luego, Maňásek, mezclados con los fuegos artificiales del 31 [treinta y uno] de diciembre, y exacerbados por los golpes recibidos en la cabeza en Korunní al día siguiente, habían disminuido mi capacidad auditiva. Por el contrario, todo ello parece haberlos aumentado. Es como si ahora pudiera oírlo todo, y al mismo tiempo: tráfico, voces, sonidos de multitudes en bares y plazas, en estadios de fútbol y auditorios, el crepitar de radios y aparatos de televisión. Me parece oír los sonidos hechos por letreros de neón, fluorescentes, tendido eléctrico y transformadores, el ruido atmosférico producido por los rayos descargados durante tormentas, el ruido galáctico causado por los disturbios originados en el exterior de la ionosfera. Pero todo ello es ruido: he perdido la señal. Ahora tan sólo capto interferencias.

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Sé que suena ridículo decir tal cosa dado que todos los mares son planos; pero este mar es plano de la manera más asombrosa. Imagina una bahía helada que se extiende pura y blanca desde el muelle. Imagina patinadores yendo incesantemente en círculos, haciendo piruetas, deslizándose, pasando junto al ocasional barco firmemente anclado en el hielo. Y no te imagines ninguna viñeta tipo Bruegel tamaño bombonera: este paisaje congelado no es social como el suyo; es sobrenatural, toda forma y movimiento se vuelven abstractos conforme se abren al infinito blanco. La tierra se funde sin transición con el mar, el mar con el cielo, que también es blanco. Acabo de pasarme casi dos horas sentado en un banco buscando un eje: una línea en el horizonte, cualquier tipo de límite. Pero no he encontrado ni uno. Tan sólo hay espacio, y además éste como que desaparece en sí mismo.

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Había además unos enormes cilindros, o tubos, apilados en pirámide. Estaban corroídos. Creo probable, aunque no con total seguridad, que fuesen antiguas partes de una tubería de gas o de saneamiento. Destinadas a yacer bajo el suelo, permanecían sin embargo sobre éste, a plena vista de los transeúntes mientras, a la inversa, los conductos se internaban en las profundidades, como para ventilar un mundo de personas que hubieran elegido llevar existencias subterráneas en una red cavernosa de habitaciones y túneles. Algunas cosas deberían permanecer ocultas, otras no. ¿Por qué escribo esto? No lo sé, y con todo me parece que he de hacerlo, para que conste.

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Aún tenía el micrófono direccional, si bien sus pilas estaban bajo mínimos y en cualquier caso de nada servía dado que yo ya no oía nada en absoluto: todos los sonidos dislocados que me asaltaban hace unas semanas se han desvanecido, sin dejar nada en su lugar. Cuando recorro la ciudad, me parece estar viendo la televisión, o una película, sin sonido. La gente habla, quizá a mí, quizá no, pero de sus bocas no salen palabras. Los coches y los tranvías pasan deslizándose en silencio. El mundo parece vaciado de contenido: sus objetos y ubicaciones permanecen, pero el campo de transmisión que los recorría, envolvía y unía ha desaparecido. Pese a esta total pérdida de campo, yo continúo observando y registrando como mejor puedo; si bien me pregunto a quién debería dirigir mis comunicaciones. Mis superiores se han alejado, se me han vuelto inaccesibles.

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Helena alza la vista de las figuras del cuaderno, deja vagar la mirada por el espacio. Amor, comprensión, soledad. De las tres, sólo soledad es segura: cada uno en nuestra esfera, bloque u óvalo individual; apartados, solos. Anton no volvió anoche. Tampoco llamó esta mañana. Tal vez la soledad sea la verdad del amor, de la comprensión, la base y el legado de ambas voces: una aceptación de la soledad. El santo, flotando hacia las alturas, mezclándose con su soledad, con toda soledad mientras se alejaba de los hombres y sus barcos, la ciudad, las personas tristes y caídas de la ladera de la montaña. El estudiante de los sorbetones se ha ido ya. Todos, de hecho: la biblioteca está vacía salvo por el joven que atiende el mostrador y una limpiadora menuda y mayor. Ésta se mueve despacio por las hileras de mesas recogiendo libros que han sido dejados abiertos, sin devolver, o empujando con una escoba vieja los restos de papeles arrugados que hay tirados por el suelo como escombros del conocimiento, sus despojos.


[Pálido Fuego. Traducción de José Luis Amores]