No tenemos una palabra que designe lo contrario de la soledad, pero, si la hubiera, definiría lo que yo quiero en la vida. Aquello que estoy agradecida y honrada de haber encontrado en Yale, y lo que me da miedo perder cuando mañana, después de la graduación, me despierte y abandone este lugar.
No es exactamente amor, ni un sentimiento de comunidad; es la sensación de saber que hay gente, muchísima gente, que está contigo en esto. Que forma parte de tu equipo. Cuando la cuenta ya está pagada pero no os movéis de la mesa. Cuando dan las cuatro de la mañana pero nadie se mete en la cama. Aquella noche con la guitarra. Aquella noche que ya no recordamos. Aquella vez que hicimos, fuimos, vimos, reímos, sentimos. Los gorros.
Yale está plagada de diminutos círculos que ceñimos a nuestro alrededor. Grupos de canto a capella, equipos deportivos, casas, sociedades, clubes. Esos grupitos que hacen que te sientas querido y a gusto y parte de algo incluso en las noches de más soledad, cuando vuelves trastabillando a casa, donde sólo te espera el portátil; sin compañía, cansados, espabilados. El año que viene ya no tendremos nada de eso. No viviremos en el mismo bloque que todos nuestros amigos. No tendremos un montón de chats de grupo.
Y eso me asusta. Más aún que encontrar el trabajo o la ciudad o la pareja adecuadas, me asusta descolgarme de la red en la que me siento atrapada. Ese escurridizo e indefinible concepto de lo contrario de la soledad. La sensación que experimento en este instante.
[Del artículo "Lo contrario de la soledad"]
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Karen descubrió que el tatuaje del ideograma chino que lucía en el tobillo en realidad significaba soja cinco meses después de habérselo hecho. Determinación interior y paz exterior, tranquilidad y equilibrio generalizado era la traducción que figuraba bajo el fino carácter negro que había escogido del muestrario de la pared. Soja era la traducción que con reparos le había dado el asiático compañero de cuarto de su hermano cuando Karen se lo mostró toda orgullosa en el dormitorio cargado de humo de la quinta planta.
[Del relato "Escleroterapia"]
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Soy alérgica a muchas cosas. Pan, pasta, cereales, tortitas, salsa de soja, seitán, ampisoestearílico hidrolizado, triticum monococcum, extracto de hordeum vulgare… La lista se alarga hasta detenerse en una sola palabra, una sola proteína que acecha en el interior de los ingredientes, en las profundidades de una oscuridad impronunciable: gluten. El rey de todas las cadenas polipeptídicas. El enemigo de mi existencia y héroe del ágape del lecho de mi muerte. Se oculta en las salsas y los guisos, en los colorantes y los sabores. Bulle en el interior de cosas deliciosas para colarse en mi intestino delgado y cargarse mis vellosidades intestinales.
Se llama celiaquía: una enfermedad autoinmune que se manifiesta mediante una intolerancia a las proteínas del trigo, el centeno, la cebada y otros cereales comunes. Al entrar en contacto con el gluten, mi encima transglutaminasa modifica la proteína, y el sistema inmunológico reacciona a su vez con el tejido del intestino delgado, provocando una inflamación que afecta al revestimiento del intestino y evita la absorción de nutrientes. En otras palabras: mis glóbulos blancos se vuelven locos y atacan la sustancia como si fuese un virus, destrozando el campo de batalla intestinal que yo misma proporciono, muy a mi pesar.
[Del ensayo "Contra el cereal"]
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Quiero que lo que pienso y lo que soy quede recopilado en una antología complaciente que quepa cómodamente en algún estante de una biblioteca laberíntica.
[Del ensayo "Canción para los especiales"]
[Alpha Decay. Traducción de Regina López Muñoz]