El año pasado tuve el privilegio de asistir a la charla-entrevista entre Iain Sinclair y Servando Rocha en La Casa Encendida. El diálogo que sostuvieron ambos fue extraordinario. Unos días antes compré el libro y, como sucede a menudo, fui posponiendo su lectura. Y se me ha juntado con la siguiente publicación de otro libro de Sinclair: a La ciudad de las desapariciones hay que sumar ahora American Smoke. Los dos han sido traducidos por Javier Calvo y publicados por Alpha Decay. Así que me puse a leer La ciudad… para poder ponerme en breve con American…
Y me ha deslumbrado, como me dijeron algunos amigos y lectores de confianza. La escritura de Sinclair es algo muy extraño: tanto su estilo como su modo de operar como su prosa. Su prosa es abigarrada, compleja, algunas veces hay que releer la frase para captar todo su sentido. Tiene algo que recuerda a Don DeLillo. Y se notan las influencias de Sinclair: DeLillo, Ballard, Burroughs… Autores a los que cita de vez en cuando, de los que sus ensayos se nutren.
Lo que hace Iain Sinclair es estudiar la ciudad a fondo (en este caso se trata de Londres, eje de muchos de sus libros: La ciudad de las desapariciones es una especie de antología de textos escogidos entre varias obras suyas). Pero no se limita a ser un ratón de biblioteca. También es un hombre que la recorre a pie, a menudo junto a un fotógrafo. Con todos esos materiales (amplia documentación, lectura de mapas, influencias literarias y cinematográficas, paseos exhaustivos por la ciudad) compone unos ensayos que tampoco distan mucho de los que hacía Sebald. Todo cuanto atañe a la ciudad le interesa, le sugestiona. Ya se trate de la antigua moda de los habitantes de los suburbios (obsesionados con perros de ataque y antenas parabólicas que les faciliten los mejores canales de televisión), de la celebración de las Olimpiadas, de la City y su entorno, de su visita a la Cúpula del Milenio o del multitudinario entierro de un mafioso, Sinclair se implica a fondo. Lo suyo es la psicogegrafía y el análisis de las costuras que sostienen el poder y los cambios sustanciales del mapa de su localidad. No sé si alguien ha dicho ya que Iain Sinclair es un genio. Lo es. Aquí van unos extractos (y aquí puedes leer algunas páginas):
El concepto de "pasear", de deambular sin meta por la ciudad, de hacer de flâneur, había quedado desbancado. Habíamos entrado en la era del acosador; viajes completamente deliberados, de mirada afilada y sin patrocinador. El acosador era nuestro modelo de conducta: caminar con una meta, sin entretenerse y sin curiosear. Sin tiempo para saborear los reflejos de los escaparates, para admirar las rejas estilo Art Nouveau ni las atractivas cajas de cerillas rescatadas de la alcantarilla. Ahora tocaba caminar con una tesis. Con una presa. (Y en cualquier caso, el término "paseante" había quedado desacreditado por culpa de su asociación con George Graham, el ex entrenador del Arsenal. George era un paseante albanés, un dandy pragmático con una noción flexible de la probidad fiscal. El término "paseante" se le aplicaba en el mismo sentido que a un enano lo llaman "torre".) El acosador es un paseante que suda, un paseante que sabe adónde va, pero no cómo ni por qué.
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Las novelas hacen mal de profecías, no obedecen las normas: aquello que es más fraudulento, más "ficticio", es lo que se acaba haciendo realidad. Halagamos la elegancia de nuestra imaginación con nuestra conducta posterior. Adaptamos el futuro para reescribir el pasado.
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Me fascinaban aquellos letreros que había delante de los quioscos de prensa, con sus haikus rotos: CAMBIAN LUGAR DE REPOSO DE DIANA. PIDEN A FAMILIA REAL QUE SE VENDA EL PAÍS. MIEDO A "SEPARACIÓN" DE LAS SPICE GIRLS. LLEGA EJÉRCITO CONTRA LA FIEBRE AFTOSA. Poesía anónima, urgente y ansiosa. Destierro de los artículos definidos y de los indefinidos. Tiempo presente. Ausencia de minúsculas. Era un estilo al que yo aspiraba. La ciudad componiendo su propia leyenda desechable. Realeza, crimen, transporte, clima. A diario. Surrealismo inconsciente de sí mismo. Hasta los tuertos captaban el mensaje. Cargarte con un periódico era una pérdida de tiempo. Aquellos escuetos noticiarios en negro sobre blanco te contaban todo lo que hacía falta saber. Más eficaces que aquellas contradictorias actualizaciones de tráfico y alertas de niebla que centelleaban desde las grúas de caballete de encima de las autopistas.
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Siempre produce una calidez agradable estar totalmente fuera de sitio, ser el único abstemio en un festival irlandés en Ballycastle, el único mozo no ibérico en un encierro de Pamplona que no ha leído a Hemingway; eso te exime de toda responsabilidad. No te hace falta divertirte. No forma parte del contrato comulgar con el espíritu del lugar. No estás obligado a vomitar, cantar, bailar, estrellar tu coche ni divertirte de ninguna otra forma. Y eso resulta muy liberador.
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Para los amantes de los libros, Londres es un libro. Para los criminales, un mapa de oportunidades. Para los inmigrantes sin papeles, es un nido de miradas acechantes; de pistoleros autorizados y listos para volarte la cabeza mientras tú corres para tomar un tren. A medida que la ciudad de espejos deformantes se iba revelando a sí misma a través de sus distritos y discriminaciones, yo iba descubriendo más cosas del pasado de Londres como reformulación de mi propia historia sumergida.
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Estas viejas tabernas marrones son embriones de ficciones londinenses, esperando al ventrílocuo adecuado: Patrick Hamilton, Derek Raymond, T. S. Eliot. Escuchar también es escribir.
[Alpha Decay. Traducción de Javier Calvo]