Harry Crews fue uno de esos supervivientes del sur que luego alumbraron libros de una contundencia y de una ferocidad que sólo es equiparable a la de autores como Selby o Bukowski. En España nunca se interesaron por él hasta que por fin lo conocimos gracias a los esfuerzos de Javier Lucini, escritor, traductor y editor: primero a través de Machado & Acuarela Libros con la edición de Cuerpo, El cantante de góspel y Una infancia y ahora, vía Dirty Works, con El amante de las cicatrices.
La primera sorpresa al abrir el libro es que su autor (fallecido en 2012) se lo dedicó a Sean Penn, el "tío más grande que conozco" en palabras de Crews. La segunda es que incorpora una cita de James Dickey, quien escribió la novela que inspiraba Deliverance. La tercera sorpresa es que, en esta ocasión, el humor (que suele estar presente en las novelas de Crews) aparece en la segunda mitad del libro.
En la primera se plantean y desarrollan los personajes, casi todos lastrados por alguna herida, alguna cicatriz, alguna tara: perdedores del sur, paletos y brutos que, sin embargo, son criaturas por las que Crews suele apiadarse. Es en esta mitad cuando el protagonista, Pete Butcher, se enreda con Sarah, una mujer que vive con sus padres: la madre se enfrenta a un cáncer y le acaban de extirpar los senos y suele estar de un humor de perros; el padre es un tipo que le ofrece alojamiento y trabajo a Pete en cuanto éste pierde su trabajo. Pete es un hombre extraño: ama las cicatrices y las mutilaciones, pero odia que los demás le cuenten su vida porque, detrás de esas biografías, se encuentran siempre historias angustiosas, recuerdos dolorosos, anécdotas terribles que le incomodan. En la segunda, tras la muerte de uno de los personajes, el resto de losers de Crews tratan de resolver la situación: qué hacer con el cadáver. Y, si en la primera mitad habíamos encontrado dolor y cicatrices, aquí predominan los diálogos de humor negro, como si fuera el reverso cómico de Mientras agonizo.
Los entornos de Crews suelen ser duros, ásperos, llenos de tarados y de desgracias, y de personajes que sueltan tantos tacos como en El sargento de hierro. Lo cual, a mí, me divierte muchísimo. Vamos con unos extractos:
La certidumbre de su propia culpabilidad le obligaba a mirar, pero también las cicatrices de la señora Leemer, su pecho cicatrizado y lacerado. No podía dejar de pensar en su cicatriz, en el aspecto que tendría. Porque aunque siempre había odiado y temido los asuntos personales de la gente pues siempre acababan escondiendo algo fastidiosamente trágico, a pesar de ese odio y ese temor, las lesiones y las heridas, cualquier hemorragia o mutilación, le despertaban el deseo de mirar, el deseo de saber.
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-A mí también me lo parece –dijo ella–, así que podemos hablar de dinero.
-¿De dinero?
-Negocios.
-¿Negocios?
-No vamos a avanzar mucho si no dejas de repetir todo lo que digo.
-Perdón.
-No me interesa el perdón, me interesa el tiempo.
-Bueno, me imagino que ahora mismo no serán más de las seis, Gertrude.
-No me refiero a esa clase de tiempo –dijo ella. Y, acto seguido, soltando un resoplido por la nariz–: ¡Joder!
¿Qué otra clase de tiempo había? Pero se limitó a dar sorbos imaginarios a su taza casi vacía.
-El tiempo de todo el asunto –dijo ella–. De toda la enchilada.
-¿De toda la qué?
-No tengo ni idea. Se lo oí decir a un crío en la calle. Significa todo. Todo de todo. En este caso, hablamos de tiempo.
Pete deseaba levantarse tranquilamente de la mesa, subir las escaleras y volver a meterse en la cama. Aquello estaba empezando a parecerse a un mal sueño.
[Dirty Works. Traducción de Javier Lucini]