Acabo de hablar de esta novela en Playtime (el enlace figura un par de post más abajo), y, como es habitual, aquí van unos fragmentos:
Quizá no conozcas nuestra ciudad, a la que solían describir como el camino a ninguna parte, que es como decir ninguna parte, a la deriva en el monótono y plano vacío que va de una a otra costa. Llevo aquí toda la vida y lo digo así de claro: es fácil perderse aquí, "piérdete en Trude", ése fue nuestro eslogan turístico, pero no llegó a cuajar. Era demasiado acertado. Redundante. Cuando preguntabas a un turista qué le había parecido su visita se refería a la ciudad con ese término alemán, platzganst. Y de esto no tienen la culpa mas que los fundadores de la ciudad, de esta angustia que te atrapa cuando intentas, sin conseguirlo, atravesar una plaza que no se acaba nunca.
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Apoyé a Molly firmemente contra el tronco, estaba sonrojada y respiraba fuerte por la carrera. Sus ojos brillaban entre las hojas, brillantes y alienígenas. La agarré por los muslos mojados y la levanté. Siempre me había parecido tan ligera.
-Escucha –dije–. Si ahora no te digo una cosa, no te la diré nunca.
-Puedes decir lo que quieras –sonrió–. Aquí sólo estamos tú y yo.
El rojo de su pelo parecía fuego contra las hojas verdes.
-Cuando estabas fuera –dije–, me sentía como un turista en esta ciudad extraña. Sin mapa, ni itinerario, ni señalizaciones. Sólo era un tipo con una cámara colgando del cuello y unos bermudas feos.
Me miró con afecto desde las alturas, como una profesora a la que le hiciera gracia una excusa poco creíble.
-¿Y yo soy tu mapa? –preguntó–. ¿Me llevarías doblada en el bolsillo?
-No –dije–. Tú eres mi razón.
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Trude empezó a echar en falta sus bibliotecas. Habían cumplido una función considerable en el devenir cívico de la ciudad, algo que sólo podía apreciarse en retrospectiva. Para empezar, habían servido de refugio a muchas de esas personas a la deriva que ahora, sin lugar adonde ir, ocupaban los vestíbulos de edificios institucionales, bancos, mercados y otros espacios semipúblicos. Hombres ociosos, con barba de tres días que, apartados de los ordenadores de la biblioteca, no tenían donde fijar su atención más que en los trabajadores de las oficinas, con resultados poco felices. Para ser precisos, algunas de estas personas eran enfermos mentales. Resultó que –pero ¿cómo podía el alcalde haberlo previsto?– la mera existencia de las bibliotecas había cubierto ciertas necesidades psicológicas profundas de los ciudadanos. Manías y desórdenes habían quedado bajo control.
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El alcalde Trudenhauser, que había mediado a favor de este matrimonio, fue presa del remordimiento y desde lo más profundo de su pena promulgó una extraña ley por la que Trude acabó convirtiéndose en el destino obligado para los suicidas de todo el país hasta el día de hoy. Esta ley, aprobada por el consejo de la ciudad poco después de la Feria de 1899, declaraba que cualquier ciudadano o ciudadana que viniera a poner fin a sus días en el puente Gertrude sería inmortalizado con una placa de bronce con su nombre.
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-¿Qué sabrás tú de ser adulto –le pregunté. Encendí un cigarrillo haciendo pantalla con la mano, luego me quedé tosiendo un momento–. En serio, creo que no sabes una mierda, y es mejor así. Ser adulto no es más que el interminable proceso de ir perdiendo todo aquello que te importa.
[Malpaso Ediciones. Traducción de Esther García Llovet]