miércoles, noviembre 19, 2014

Los javaneses, de Jean Malaquais


Jean Malaquais, "escritor en lengua francesa de origen polaco, naturalizado estadounidense" (según consta en la solapa del libro), permanecía inédito en España, pese a su prestigio en otros países. La editorial Hoja de Lata ha dado el primer paso para que lo conozcamos, con esta novela, Los javaneses, inspirada en los tiempos en los que el autor trabajó en las minas de plomo y plata que recrea en el libro. El segundo paso lo acaba de dar Sajalín Editores, que la semana pasada puso a la venta Sin visado, y que pronto leeré. Me interesa la vida de Malaquais, de quien nada sabía hasta ahora: tradujo a Norman Mailer y se convirtió en su amigo, despertó la admiración de escritores prestigiosos como el propio Mailer o André Gide, estuvo en el frente durante la Segunda Guerra Mundial, etcétera.

Lo que significa el título lo cuenta su traductora, Emma Álvarez Prendes, en la introducción: Los javaneses que evoca el título de este libro se hallan en Europa, más concretamente en la Provenza francesa, y han construido su Isla de Java particular en torno a una mina de plata y plomo, ficticia y real, de esta región. Allí han recalado decenas de trabajadores, venidos de muy diversas partes del planeta. Cada uno ha llegado con sus escasas posesiones materiales, su cultura, su idioma. Muy pocos comparten un mismo origen o una misma lengua. De ahí que para comunicarse hayan desarrollado una jerga propia, una jerga a la que han llamado "java", dado que en francés –lengua original de la novela– se denomina "javanés" a toda habla incomprensible.

No es un libro de lectura fácil, y me figuro que traducirlo ha sido una proeza porque, además de ser una novela coral, incluye esa mencionada jerga en bastantes pasajes. Os copio a continuación una nota del propio Malaquais, que revela bien su estilo, sus maneras directas, y dos fragmentos: 

NOTA DEL AUTOR

El autor quiere aquí advertir a sus lectores de que a lo largo de los años ha introducido diversas correcciones en el texto, correcciones de estilo y –a su forma de ver– en la misma línea de su trabajo de 1939. Si algunos tiquismiquis se ofendiesen (lo cual se ha visto ya), les respondería lo siguiente: el autor se estima único juez, en tanto en cuanto tenga todavía los dos pies plantados sobre la tierra, de la forma en la que crea conveniente hacer danzar a sus javaneses.

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Se acostumbra uno a todo, y antes que nada a lo increíble. Ningún golpe de martillo, ningún ruido de compresor, ningún trago de tinto más y ellos, los javaneses, estaban a mil leguas bajo tierra, acechando a su melancolía familiar como el cardiaco a su ataque. La melancolía debería estar ahí, en las estrías de la roca, en la boca de esta grieta, gusano tentaculado al acecho de sangre. Luego, poco a poco, algo insólito, sentían los minutos sucederse a los minutos, las medias horas a las medias horas, sin que les emboscara el cólico habitual. Increíblemente, se estaba operando en ellos un cambio, más radical que cualquier huida en el vino peleón, por hacer esta huelga en el tajo. La noche les parecía menos opaca, el horizonte menos plomizo, una fractura debilitaba la muralla. Colmadas trampas y ardides, arrasadas cancelas y torres de vigilancia, por fin ellos, emigrantes con escala prohibida, iban a poder echar raíces desde Samarcanda a Cacaland. Prodigio entre prodigios, la cuarentena tocaba a su fin y nunca más un alma vagabunda sería sarnosa.

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Como los artríticos con la lluvia, los javeneses sentían llegar el domingo por los reflejos de su anatomía. Cuando los miembros pesaban una tonelada y el óxido agarrotaba las articulaciones significaba que la semana tocaba a su fin. Ese era su calendario, su efeméride de precisión. Por otra parte los javaneses, gente con experiencia, no contaban con que un maldito domingo borrara seis días de calambres. Fantaseaban con ello, bajo tierra es casi un imperativo, pero lo que se dice contar con ello pues no, no verdaderamente. La ida a la mina, la vuelta, las diez horas de trabajo romperriñones, las ocasionales ascensiones pedestres, les ahorraban el encanto de los espejismos.


[Hoja de Lata. Traducción de Emma Álvarez Prendes]