La necesidad de la ficción, de la búsqueda de la ficción, empezaba a
corregir la última severidad que aún presidía modales y ademanes por entonces.
En este sentido, el cine era la referencia de la alegría. El cine, que empezó a
entrar en la vida cotidiana de la ciudad. Hasta hubo una cafetería que se
tituló "Mayerling", como aquella película de 1957 –otra vez Audrey
Hepburn– recordada explícitamente en un cartel auténtico que presidía el local.
¿Quién no sentía al entrar en un lugar llamado así, con memoria de sal y de limones
flotando en el aire y el fragor de las gambas siseando en la plancha, cómo se
desataba la imaginación congestionada por el desuso y se podía escapar por un
rato del sabor a arpillera que dominaba la ciudad? De modo que, a falta de otra
cosa, la gente se refugiaba en nombres, nombres como insignias que provocaban
luces de sugestión.
Nada comprometedores, nada impetuosos tampoco, los nombres se nos adherían
con la ventosa azucarada de sus consonantes desatascándonos el paladar. O eso
nos parecía. Y al igual que más tarde una sala de cine reformada se llamó así,
"Pompeya", como la película italiana de 1960 de Bonnard, y abandonaba
la pauta épica folclórica de otros cines ("Arias Gonzalo",
"Ramos Carrión"), atenuada sabiamente –"el Arias", "el
Ramos", se decía– en el idioma mordisqueado por lo popular, así también
otros establecimientos alzaban nuevas evocaciones cuyos referentes sobrepasaban
la estolidez general y nos abrían un apetito secreto, nos desencuadraban todo
el sistema de previsiones que cada mañana en los colegios, en las oficinas, en
las comisarías y en las calles se veía venir de lejos igual que se ve venir
entre las nubes del verano la tinta inconfundible y polvorienta de una
tormenta. Ordenar el futuro era cosa de otros. Eso nos habían enseñado. A nosotros
nos tocaba nada más cumplir su guión con dedicación estremecida, pues no era
asunto nuestro afinar la maquinaria de las discrepancias sino aceptar
sumisamente un orden, estricto y descomunal, como quien se deja probar el
tamaño del pensamiento en una plantilla que le está esperando.
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Así era por aquellos días la calle Feria, una pequeña república de
dependientes embravecidos, de épicos viajantes de palabra ya abaratada por la
repetición y el cansancio del oficio, de mirones que rendían sus últimos años a
la observación silenciosa y al consejo comercial de última hora cuando se
trataba de convencer a algún cliente indeciso. Pero por encima de todo ello, la
calle era una pajarería de palabras sin orden que iban y venían en todas
direcciones. Palabras de reclamo y de regateo, palabras de oficio, palabras
secretas como contraseñas que encerraban la clave industrial por la que se
gobernaban los precios de cada establecimiento, palabras empedernidas en
cualquier conversación mercantil y palabras llenas de una exótica salud extraña
("plexiglás", "vulcollán", "uralita",
"formica"), que llegaban de pronto a la calle como una novedad fuera
de tono a la que había que acomodarse para no perder el compás del oficio.
Y era en esos juegos de palabras donde los niños aprendíamos un abecedario
decimal y lleno de relámpagos que ya nos acompañaría para siempre, nos estañaba
la boca con la saliva dulce de nombres que jamás se oían en otros espacios de
la ciudad, la ciudad gobernada por el gemido indigesto propio de un país con
olor a orín envejecido, encelado en conservar en hielo negro, amortecida y
triste, la canción de la vida.
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Ya no recuerdo cómo empezó todo, pero muchos de aquellos lunes laborables,
hasta que nos llamaban para cenar, nos dedicamos a coleccionar historias donde
la verdad y la ficción se acomodaban por su cuenta, sin excesivos miramientos
por parte nuestra. Eran historias que apostábamos a contarnos uno a otro sin
más razón que dar una mano de crónica verosímil a lo que ignorábamos, fuese
ello el pasado de un zapatero, la entrada en el barrio de alguna innovación que
llegaba de fuera o las antiguas relaciones entre las familias de los propios
comerciantes de la calle.
[Isla del Náugrafo]