De vez en cuando necesito leer libros de cine: ensayos, biografías, memorias, entrevistas, diccionarios, anécdotas de rodaje… lo que sea. Hace un montón de años, uno de esos libros fue El hijo del trapero, la autobiografía de Kirk Douglas, uno de los astros más grandes de la historia del cine, capaz de ser un tipo duro, un romántico, un soldado, un esclavo, un pintor, un gángster, un cowboy, un periodista sin escrúpulos… Lo que se propusiera. Kirk Douglas es Ulises, es Van Gogh, es Espartaco, es Doc Holliday. Pero Douglas también fue un gran productor (y digo "fue" porque, aunque aún siga vivo, ya próximo a los 100 años, no ha vuelto a producir películas), gracias a Bryna Productions, que financió Senderos de gloria, El último tren de Gun Hill, Pacto de honor, Los justicieros del Oeste o Espartaco, la película que en este post nos interesa.
No es difícil imaginar, entonces, lo mucho que he disfrutado con este libro. Lo primero que demuestra el actor/escritor es su lucidez: lo ha escrito a los noventa y tantos años, y, aunque se habrá servido de una exhaustiva documentación para ejercitar la memoria, y de algunos amigos y familiares, su prosa nos revela a un hombre que no chochea, que cuenta las cosas con gracia e incluso sabe reflejar la tensión de un momento difícil (véase el pasaje en el que, subido a un caballo en mitad de un rodaje, mantiene un diálogo tenso con Stanley Kubrick); e incluso, en algunas notas en las que se aparta del pasado, reconoce que su carácter era duro, que antaño lo dominaba la ira y logró cambiar.
Yo soy Espartaco no es una colección de anécdotas de rodaje, aunque hay unas cuantas. Es la historia de cómo un hombre de gran calibre y con los huevos bien puestos logró producir y protagonizar y poner en pie un peliculón: Espartaco. Cómo se enfrentó a un montón de dificultades (lucha de egos de las estrellas, manías de Kubrick, presiones de los censores y de los distribuidores, conflictos varios…) y cómo contrató a Dalton Trumbo (que entonces era un proscrito tras ser víctima de la Caza de Brujas de McCarthy y haber sufrido juicio y prisión) para escribir el guión, y cómo dio la cara por él antes del estreno, exigiendo que se supiera qué escritor había contratado, escritor y guionista al que despojó del pseudónimo para que el mundo supiera que no iban a esconderse más. Por si fuera poco, hay párrafos muy interesantes para los cinéfilos como yo; por ejemplo, la descripción de Kubrick, el momento en que Vivien Leigh incomodó a Laurence Olivier delante de sus invitados o aquellos encuentros con su colega Frank Sinatra (quien lo llamaba cariñosamente "Kirkela"), sin olvidar algo que yo desconocía por completo: que, cuando en 1991 recuperaron la escena eliminada (por la censura) de "las ostras y los caracoles", que sugiere tendencias homosexuales en los personajes de Tony Curtis y Laurence Olivier, la pista de sonido ya era inservible y tuvieron que grabar de nuevo las voces; Curtis lo hizo; Olivier ya estaba muerto, y le encargaron el doblaje a un gran imitador de voces: Anthony Hopkins. Unos fragmentos:
Lo que más recuerdo de Kubrick eran sus ojos. Parecían los de un basset, con esas bolsas grandes y tristes. Lo que no comprendí en esa primera reunión fue que su aspecto somnoliento albergaba a un hombre que siempre estaba muy despierto, siempre pensando.
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Los buenos escritores destacan por lo mal guionistas que son. Scott Fitzgerald, Theodore Dreiser, Sinclair Lewis…, ninguno consiguió dominar la técnica.
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Pronto me enteré de la razón de la angustia extrema de Larry [Laurence Olivier]: lady Olivier, Vivien Leigh. Poco después de que comenzara la producción, ella ofreció un almuerzo para Burt y para mí en su casa, en Notley. Entre los invitados se encontraba el refinado George Sanders y su esposa, Benita. Los Olivier parecían la viva imagen de unos anfitriones muy corteses.
De repente, esa imagen quedó hecha pedazos bruscamente. Vivien, que mantenía una conversación privada con su esposo, levantó la voz lo bastante para que se la oyera en toda la habitación. "Larry, ¿por qué ya no me follas?".
Todas las conversaciones se interrumpieron. El dolor visible en el rostro de Larry era evidente, pero no dijo nada. George Sanders alivió la tensión alzando su copa de vino con un brindis fingido por la pareja.
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Los egos chocaban como las espadas. Stanley Kubrick contra Dalton Trumbo. Charles Laughton contra Laurence Olivier. Kubrick contra su camarógrafo, Russell Metty. Peter Ustinov comparó la política del plató con la situación de un "gobierno balcánico, a la vieja usanza".
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Aunque yo no viajé a España, las informaciones periódicas que recibía eran, en partes iguales, alarmantes y estimulantes. Nada más salir por la puerta del aeropuerto, todo el asunto se vino abajo. El generalísimo fascista Francisco Franco ordenó a su ministro de Defensa cancelar el proyecto cuando nuestro equipo ya había llegado a Madrid. Tras una serie de negociaciones frenéticas –que, según me enteré posteriormente, incluyeron un pago en efectivo realizado directamente a la "organización benéfica" de la esposa de Franco–, el rodaje volvía a ponerse en marcha. Contratamos 8.500 soldados españoles, a razón de 8 dólares diarios, para que representaran el papel tanto de soldados romanos como de esclavos rebeldes.
La única orden terminante que dio Franco fue que no autorizaba que ninguno de sus soldados muriera en la película. No es que le preocupara mucho su seguridad, simplemente no quería que nosotros hiciéramos que pareciera como si murieran. Orgullo español.
[Capitán Swing. Traducción de Ricardo García Pérez]