El trailer de Inherent Vice, la adaptación de la novela Vicio propio (de Thomas Pynchon) que ha rodado Paul Thomas Anderson, me ha recordado que meses atrás leí por fin Vineland, y que aún no la había recomendado aquí.
La primera mitad me fascinó, sobre todo cuando Pynchon empieza a endosarnos citas sobre la cultura popular, y un sinfín de referencias literarias y cinematográficas y creo que también televisivas (si la memoria no me engaña). A partir de la segunda mitad empecé a fatigarme un poco. La razón es sencilla: Pynchon es un escritor complejo y difícil, pero no porque sus libros sean filosóficos e ininteligibles, sino por la acumulación de datos, de fechas, de personajes, de situaciones, de referencias, de anécdotas, de descripciones, de episodios históricos… Es tanto lo que Pynchon exige a la atención del lector que éste nunca puede relajarse leyéndolo, y constantemente debe estar alerta para que tanto dato no lo abrume.
No cuento el argumento porque, en los libros de Pynchon, creo yo, no importa tanto. Es decir: es un escritor del cómo antes del qué. Dado que todo se va enredando, es mejor que los lectores lo descubran por sí mismos. Yo me lo pasé en grande, aunque me divertí un poco más (o me cansé menos) leyendo Vicio propio, que en cambio es quizá su novela más denostada. Un extracto del inmenso talento de Pynchon:
En los viejos tiempos habían deambulado juntas por el país en una caravana dispersa y poco visible, integrada por sedanes de tamaño medio, furgonetas con y sin carrocería de camping, una camioneta Econoline para el equipo y un Sting Ray sarnoso y descromado pero aun así impetuoso que servía de unidad patrullera de alta velocidad, manteniéndose todos en contacto por medio de radio CB, por entonces una novedad en la carretera. Buscaban desórdenes, los encontraban, los filmaban y se llevaban rápidamente el registro de su testimonio a algún lugar seguro. Creían especialmente en la capacidad reveladora y devastadora de los primeros planos. El poder, cuando corrompe, inscribe su desarrollo en el rostro humano, el más sensible de los dispositivos memorizadores. ¿Quién podía soportar la luz? ¿Qué espectador podía creer en la guerra, en el sistema, en las innumerables mentiras sobre la libertad americana contemplando esas tomas inmediatas de lo que se compraba y vendía, oyendo a las voces sincronizadas repetir las mismas fórmulas, evasivas, sin afecto, desconectadas de lo que antaño hubieran sido por promesas de lo que nunca llegarían a alcanzar?
[Tusquets Editores. Traducción de Manuel Sáenz de Heredia]