La primera escena de esta película (del director de las notables The Matador y La sombra del cazador y del excepcional documental Descubriendo a John Cazale) es reveladora, y ya nos deja claro quién es el personaje del título y cómo se comporta y hasta qué extremos de provocación puede llegar. Domingo Hemingway, al que todos llaman Dom, es un ladrón a punto de salir de la cárcel. Lo vemos de cintura para arriba, desnudo, y alguien se la está chupando, intuimos. Dom empieza a hablar de su rabo, alabando sus virtudes, diciendo que se merece honores y cantares. Vemos que es un tío malhablado, con mal genio, un fulano excesivo y dotado de una verborrea que será la marca de la casa de su personaje.
Dom sale en seguida de prisión y se reencuentra con el pasado, donde, como es habitual, todo ha cambiado para peor (y es normal que cambiara todo: ha estado doce años a la sombra): su mujer se casó con otro y murió de cáncer, su hija no quiere saber nada de él, su mejor amigo perdió una mano no sabemos cómo, en los pubs ya no se permite fumar (y Dom es un experto en beber y fumar), hay tipos que aún le guardan rencor y aún le queda visitar a un mafioso ruso al que no delató, cumpliendo condena a cambio de su silencio. Dom Hemingway posee ese toque de los cineastas británicos que han seguido los pasos de Tarantino, o que han adaptado a sus costumbres y a sus formas la locura que vemos siempre en los personajes de QT. La película, pues, estaría en principio en la estela de Snatch, Layer Cake o RocknRolla. Pero, en vez de ser un festín de varios personajes bomba, en Dom Hemingway se construye todo el filme alrededor del encanto canallesco de Jude Law: es, en ese sentido, una película-personaje, como lo era por ejemplo Bronson. Y Jude Law, que engordó bastante y se puso algunos postizos y que en algunas escenas consigue acojonar al espectador, está a la vez excesivo y espectacular. En varios momentos se le va la olla, pero ahí radica (en ese exceso) el atractivo de su Hemingway, que acaba siendo a veces como el Jack Nicholson más histriónico (y admitamos que ese Nicholson también mola, y mucho).
Dom Hemingway, como digo, se sostiene sobre el personaje, que posee el don de la palabra (no creo que sea casual que comparta apellido con Ernest). Dom habla y habla e insulta y blasfema y acusa y suelta gracejos y no es capaz de callarse aunque esté delante de los gángsters más peligrosos de la ciudad. Y ahí también radica su encanto. Es cierto que la peli, en ocasiones, parece un poco deslavazada en el montaje (como me comentaba mi compadre Javier Vayá, a quien no le gustó la película), pero quizá porque es su función principal: presentar una trama episódica que, es obvio, no está a la altura de Tarantino, pero que funciona porque el conjunto es divertidísimo. A pesar de sus múltiples excesos, yo me lo pasé en grande; es la clase de filme del que, de verlo con 20 años, me hubiera aprendido los diálogos (como hacía con Arma letal o El sargento de hierro).