Hace ya muchos años, conversando con Juan Manuel de Prada, me dijo algo que nunca olvido (y estoy parafraseando): que el problema del escritor es que quiere escribirlo todo, contarlo todo, reflejar cuanto ha visto, oído, experimentado o leído. Algo así me comentó. Esa tarea resulta imposible y la empresa suele ser heroica, casi hercúlea. Y entonces el escritor debe domar sus impulsos y luchar contra la obra que lleva dentro, que casi siempre es monstruosa. Esto último lo refleja a la perfección el gran Thomas Wolfe en este breve y magnífico ensayo (74 páginas, que se quedan en alrededor de 60 si exceptuamos el prólogo del traductor y las páginas de cortesía).
Historia de una novela, que lleva por subtítulo El proceso de creación de un escritor, es uno de esos libros ya difíciles de encontrar y poco conocidos, pese a que Mario Vargas Llosa lo citara al inicio de sus Cartas a un joven novelista. Es un ensayo autobiográfico que necesitaría una urgente reedición. Sus páginas nos sirven para comprender el estilo tan torrencial y excesivo de Thomas Wolfe, por qué era así y por qué escribía novelas que requirieron tantas amputaciones. En uno de los pasajes, Wolfe afirma que su memoria es algo prodigioso, fuera de lo común: que es capaz de recordarlo absolutamente todo, y no sólo en lo que se refiere a las caras, los diálogos y los escenarios, sino cualquier detalle mínimo (el ruido de una puerta, el susurro de una hoja, el modo en que el sol iluminaba un cuarto, los colores y los tamaños de las habitaciones en las que durmió, el chirriar de una silla…), y que su cometido consistía en expresarlo mediante la escritura; a mí me ha recordado a esas películas de superhéroes en las que el protagonista es consciente de todo cuanto hay a su alrededor y casi se vuelve loco antes de dominar su poder (pensemos, por ejemplo, en Superman o en Spiderman).
Pero también debemos imaginar a Wolfe subido a esa ballena que era cada uno de sus libros (especialmente el segundo, Del tiempo y el río), a punto de ahogarse con ella, arrastrado hacia la locura y hacia el desánimo. Esa metáfora no es gratuita ni la he inventado yo: a algo similar se alude en el ensayo. Wolfe cuenta cómo empezó a escribir, cómo conoció el éxito de la crítica y el desprecio de los habitantes de su pueblo, y cómo esa segunda novela se convirtió para él en un monstruo indomable, compuesto por millones de palabras que sólo pudo recortar con la ayuda de su editor, el legendario Maxwell Perkins. Wolfe era el escritor total, consumido por su trabajo y entregado en cuerpo y alma a esa misión: escribir sin descanso y sin medida.
En fin, que son sólo 60 páginas, pero dan mucho juego. Al menos a mí me lo han dado. Es un ensayo que debería leer cualquiera que se dedique a la literatura o tenga intención de hacerlo. He tomado muchas notas y aquí os las dejo:
Soy sólo un escritor profesional; ni siquiera un escritor hábil. Soy sólo un escritor que está en camino de aprender su oficio y descubrir el tono, la estructura y la articulación del lenguaje que tengo que hallar para realizar la obra que me he propuesto.
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Como Joyce, yo escribía de cosas que conocía, de la vida inmediata y apoyándome en hechos que me habían sido familiares en la niñez. A diferencia de Joyce, yo carecía de experiencia literaria. Nunca antes había publicado nada.
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Empero, mi libro, los personajes con los que lo había poblado, el colorido y la atmósfera del universo que yo había creado, me tenían poseído, y así escribía y escribía con esa viva pasión con que escribe un joven que no ha sido publicado y que no obstante está seguro que todo lo que hace es bueno y saldrá bien. Esta es una cosa curiosa y difícil de explicar, aunque fácil de comprender para cualquier escritor. Yo anhelaba la fama, como la anhela todo escritor joven; sin embargo, la fama era algo radiante, halagüeño y sumamente incierto.
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Recurrí por último al editor que me había descubierto y trabajado conmigo y le pregunté si podía predecir el destino que tendría mi obra y el juicio que recibiría. Me contestó que apenas podía decirme nada, que no podía profetizar ni saber qué ventajas me reportaría. Dijo: “Todo lo que sé es que no podrán dejarlo pasar en silencio, no podrán ignorarlo. El libro encontrará su camino”.
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En primer lugar, no había previsto algo que se vuelve absolutamente claro después que uno ha escrito un libro, pero que resulta imprevisible cuando aún no se ha escrito. Ello es que se escribe un libro no para recordarlo, sino para olvidarlo. Esto se me hacía evidente ahora. Tan pronto como el libro estuvo en prensa empecé a olvidarlo, quería olvidarlo, no quería que la gente lo mencionara o me preguntara por él. Lo que deseaba era que me dejaran solo y no me dijesen una palabra acerca del libro. Y sin embargo, ansiaba desesperadamente su triunfo.
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Mi libro fue catalogado como una novela autobiográfica. Protesté contra este término en el prefacio que le escribí, sosteniendo que cualquier trabajo serio de creación es necesariamente autobiográfico y que había pocas obras más autobiográficas que Los viajes de Gulliver.
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Como dije, tengo la convicción de que todo trabajo creador serio tiene que ser en el fondo autobiográfico, y que un hombre tiene que usar materiales sacados de su propia experiencia si quiere crear algo que posea un valor sustancial. Pero asimismo estoy convencido de que a menudo el escritor joven es guiado por su inexperiencia al hacer uso de materiales vivos que son, tal vez, demasiado crudos y directos para los propósitos de un trabajo artístico. Lo que un escritor joven hace es algo parecido a confundir los límites entre exactitud y realidad.
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No hay nada comparable a la entrega al arte; nada comparable a esa época en que el artista puede trabajar en una atmósfera placentera, libre de las agonías que otros hombres conocen; mas si el artista no la encuentra, tampoco debe sentarse a esperarla; no puede aguardar por ella indefinidamente para trabajar.
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Un escritor joven, sin público, no siente la presión del tiempo del mismo modo que un escritor que ya ha sido publicado y tiene que empezar a pensar en programas, temporadas de publicación, en la terminación de su próximo libro.
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Por donde quiera, en esos años, vi la evidencia de una incalculable ruina y sufrimiento. Mi propia gente, los miembros de mi familia, estaban arruinados; habían perdido todo su bienestar material y lo que habían conseguido reunir a lo largo de toda una vida en lo que fue llamado la Depresión. Y esa calamidad general golpeó de un modo u otro la vida de casi todos los que conocía. […] Vi actos de repugnante violencia y crueldad, la arrogancia de los poderosos; una autoridad cruel y corrupta pisoteando despiadadamente las vidas de los pobres, los débiles, los infelices y los indefensos de la tierra.
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Cuando la obra de un hombre ha brotado de él por espacio de casi cinco años como lava ardiente, cuando a todo, incluso a lo superfluo, se le ha dado fuego y pasión, se ha fraguado al rojo vivo con las energías creadoras, es muy difícil convertirse de pronto en un frío cirujano, en un implacable extirpador.
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Lo que había escrito acerca del tren era bueno. Pero lo que tenía que afrontar, la amarguísima lección que todo el que quiera escribir debe aprender, es que un escrito puede ser en sí la pieza más acabada que uno haya hecho jamás, y no obstante no tener cabida en el manuscrito que se quiere publicar. Esto es algo muy duro, pero hay que afrontarlo, y nosotros lo afrontamos.
[Editorial Pliegos. Traducción de César Leante]