En una escena de la primera película de Benh Zeitlin como director, asistimos a un diálogo que, para mí, encierra el significado de la historia:
Padre: Todos los papás mueren.
Hija: Mi papá no.
Padre: Tu papá también.
Porque Bestias del sur salvaje trata, principalmente, de la pérdida y de la aceptación de esa pérdida para sobrevivir en un mundo hostil en el que la naturaleza se mueve por ciclos y el universo se rige por piezas que, si fallan, hacen que el conjunto se resquebraje.
Imaginen que a la tragedia del Huracán Katrina añadimos toques de Donde viven los monstruos (se trate del cuento ilustrado, la película o la novela inspirada en ambos), o que a ese relato lo trasladáramos a un Nueva Orleans devastado. Pues eso es, más o menos, Bestias del sur salvaje, que nos cuenta la historia de una niña y de su padre en un entorno llamado La Bañera, un lugar apocalíptico en el que los pobres tratan de sobrevivir. El padre trata de enseñar a la niña la dureza de la vida, intentando explicarle que algún día él ya no estará, igual que ya no está su madre, y que tendrá que apañárselas por su cuenta frente al hambre y el entorno. La protagonista, además, posee una imaginación desatada, y ése es uno de los puntos más notables del filme: nunca sabemos con certeza qué es realidad y qué es imaginación infantil.
Se nota que estamos ante una película indie. Si la hubiera dirigido, por ejemplo, M. Night Shyamalan, veríamos numerosos efectos digitales, panorámicas de relumbrón y bichos hechos por ordenador. Como no es el caso, y hay falta de presupuesto, el director se las apaña para que no se nota mediante la elipsis, los planos cerrados y las nieblas. No es ninguna desventaja: cuando no hay dinero los cineastas deben ingeniárselas para que el poco presupuesto parezca multiplicado en pantalla. Sólo lo comento para que no salgamos de esa idea: que se trata de una película independiente.
Bestias… mantiene constantemente un tono lírico, épico, casi poético. Y, si por algo se ha convertido en una sorpresa, es por los dos ejes que la sostienen: el trabajo de la niña (interpretada con brillantez y con rabia por Quvenzhané Wallis) y la música del propio director (en colaboración con Dan Romer: una banda sonora que recuerda a la de Take Shelter). Se trata de un filme emotivo, que sólo gustará a quienes acepten las reglas del juego (esa línea borrosa entre realidad y fantasía); yo las acepté y, muy lejos de ser una obra maestra, disfruté de sus 90 minutos de duración.