Kim dejó escapar un pequeño grito cuando sintió cómo los
pelos de la nuca le tensaban la sensible piel del cuello. Sentía el origen de
esos tirones muy cerca de la piel, a un par de centímetros de su epidermis,
pálida, suave y que se erizaba con un ritmo casi musical. Desde los trece años
había llevado el pelo muy corto, como una sencilla pero efectiva exhibición de
rebeldía familiar. Lo había cortado con una navaja de afeitar para fastidiar a
su tía, después de haber sido castigada todo un verano sin salir a la calle.
Había desaparecido durante un fin de semana completo en el que había pillado su
primera borrachera, había pasado su primera noche a la intemperie, había
dormido en casa de unos desconocidos y había puesto en alerta a una veintena de
policías y todos los centros hospitalarios de los alrededores de Flagstaff, la
pequeña y tranquila ciudad de Arizona en la que había vivido siempre.