miércoles, noviembre 21, 2012

Los que duermen, de Juan Gómez Bárcena



Por supuesto desde que llegó al campo han sucedido muchas cosas que es capaz de recordar y nombrar. La primera noche alguien robó los cordones de sus zapatos. Otro día perdió uno de sus dientes mientras comía; un colmillo que simplemente se desprendió y cayó, sin previo aviso, sobre la escudilla de la sopa. Una tarde vio cómo su padre era subido junto a otros ancianos al tren de aquellos que no regresaban. Si se hubiera detenido a pensarlo, habría descubierto que su padre estaba muerto, pero hasta ahora no ha tenido tiempo para pensar. Ni siquiera es capaz de recordar quién era su padre antes de convertirse en aquel anciano que alguna vez había visto trabajar con torpeza, al otro lado de la cerca de los impedidos. No puede ver al hombre que lo llevaba de la mano al colegio o le enseñó a leer, porque para nombrar todos esos recuerdos hacen falta palabras nuevas, preciosas, que dentro del campo han perdido todo su sentido. Su padre ha muerto. En cierto modo eso tampoco significa nada. Nadie le ha permitido pronunciar las palabras adecuadas para llorarlo y por tanto es como si su padre nunca hubiera muerto.
[Del relato “Hitler regala una ciudad a los judíos”]

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Todos fuimos criogenizados en distintos momentos de la Historia, entre 2003 y 2137. Ése, el año de nuestra muerte, es el nombre que ahora nos identifica. El que tuvimos cuando estábamos vivos ha dejado de tener sentido. Es como si hubiera sido muerto y enterrado, con todas las personas que alguna vez lo pronunciaron. Un nuevo nombre para una nueva vida, más allá de la muerte. Yo soy 2012, uno de los especímenes más antiguos, y todos bromean y dicen que tengo ideas muy anticuadas. Soy un ignorante que no conoce el resultado de la III Guerra Mundial ni por qué 2054 es –o será, o fue– un año decisivo en la historia del continente africano. Podría ser el abuelo de 2137 y, sin embargo, él tiene casi cuarenta años más que yo y el aspecto de mi propio abuelo. Un día me dijo que murió víctima de una enfermedad que no tuvo nombre hasta mucho después de mi muerte.
[Del relato “2374”]