He escrito una reseña de este libro para El Cuaderno. Así que,
mientras esperamos a que se publique, os dejo con muchas de las notas que tomé
mientras leía estas memorias de Salman Rushdie, cuyo título alude al nombre falso
que tuvo que adoptar (Joseph por Joseph Conrad y Anton por Anton Chéjov)
después del precio que pusieron a su cabeza, y en las que nos cuenta cómo
soportó aquellos años en la sombra, bajo la amenaza constante del terrorismo:
Ahora tenía un nuevo
yo. Era la persona en el ojo del huracán: no el Salman que sus amigos conocían, sino el Rushdie autor de Los versos satánicos,
el título sutilmente distorsionado mediante la omisión del artículo Los inicial.
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¡Qué fácil era
borrar el pasado de un hombre y construir una versión nueva de él, una versión
aplastante, contra la que parecía imposible luchar!
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Las lecciones que
uno aprende en el colegio no son siempre las que el colegio cree estar
enseñando.
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Cuando un libro
abandona la mesa del autor, cambia. Incluso antes de que nadie lo lea, antes de
que se posen en una sola frase los ojos de alguien que no es el creador, el
libro queda alterado irremediablemente. Se ha convertido en un libro que puede
leerse, que ya no pertenece a su hacedor. Ha adquirido, en cierto sentido,
libre albedrío. Realizará su viaje por el mundo y el autor ya no puede hacer
nada al respecto. Incluso él, al ver sus frases, las lee de manera distinta
ahora que pueden ser leídas por otros. Le parecen frases distintas. El libro ha
salido al mundo y el mundo lo ha rehecho.
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La manera más eficaz
de atacar un libro es demonizar al autor, convertirlo en una criatura con
motivos viles e intenciones malévolas.
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Cuando sus amigos le
preguntaban qué podían hacer para ayudar, él a menudo suplicaba: “Defended el
texto”.
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Recordaba algo que
en una ocasión le había dicho Günter Grass acerca de la derrota: que te
enseñaba lecciones más profundas que la victoria. Los vencedores llegaban a la
conclusión de que ellos mismos y su visión del mundo estaban justificados y
validados, y no aprendían nada. Los perdedores, en cambio, tenían que reevaluar
todo aquello que creían que era verdad y por lo que merecía la pena luchar, y
en consecuencia tenían una oportunidad de aprender, por el camino difícil, las
lecciones más profundas que la vida impartía.
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¿Desde cuándo una obra
de arte es definida por aquellos a quienes no les gusta? El valor del arte
reside en el amor que genera, no en el odio. Es el amor lo que hace duraderos
los libros. Siga leyendo, por favor.
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Luego llegó Pynchon,
con el aspecto que cabía imaginar que tendría Thomas Pynchon: alto, con una
camisa de leñador roja y blanca y vaqueros, pelo blanco a lo Albert Einstein y
unos dientes delanteros como los de Bugs Bunny. Después de la primera media
hora de forzada conversación, Pynchon pareció relajarse y, a partir de ese
momento, se explayó sobre la historia del movimiento obrero estadounidense y su
propia pertenencia –en la época en que fue redactor técnico de Boeing– al
sindicato de redactores técnicos.[…] En un momento dado Pynchon dijo “Debéis
estar cansados”, y sí, lo estaban, pero también pensaban: Es Thomas
Pynchon, no podemos irnos a dormir.
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¿Cómo se derrota el
terrorismo? Sin aterrorizarse. Sin permitir que el miedo rija nuestra vida.
Aunque uno esté asustado.
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Y también él se negó
a la ira. La indignación lo convertía a uno en marioneta de aquellos que lo
indignaban, les otorgaba demasiado poder. La indignación mataba la razón, y
ahora más que nunca la razón necesitaba vivir, encontrar la manera de elevarse
por encima de la sinrazón.
[Traducción de Carlos Milla Soler]