Estamos ante lo que, en mi opinión, es uno de los libros
más importantes del año. El debut de una editorial, de nombre nabokoviano
(Pálido Fuego), dirigida por José Luis Amores (uno de esos lectores en cuyo
criterio confío a ciegas), quien ha tenido el buen gusto y la valentía, por no
decir los cojones, de abrir un sello literario con un volumen de entrevistas
y/o conversaciones, apuesta suicida por la que nadie más optaría en los
comienzos. Ese atrevimiento será una de las señas de identidad de dicha
editorial, que también va a apostar por la primera novela de DFW, La escoba del sistema, inexplicablemente
inédita en España, y por otros autores de los que habíamos oído maravillas y
cuyas obras aún no se conocen por estos lares, caso de Mark Leyner, Lars Iyer o
Mark Z. Danielewski (su House of Leaves,
libro de culto, será coeditado por Pálido Fuego y Alpha Decay).
Se me ocurren numerosas razones para leer estas entrevistas,
pero no las diré todas aquí: las reservo para la presentación del libro, el
jueves 15 de noviembre, en Tipos Infames, junto a Óscar Esquivias y el propio
José Luis Amores, a quien no conozco personalmente y con el que hasta ahora
sólo había cruzado algún que otro comentario en las redes sociales, y que, tal
vez en un arrebato de locura, me ha escogido para presentar esta joya (sospecho
que José Luis ignora mis pésimas dotes de orador).
De momento os diré que Conversaciones…
sigue un orden cronológico, desde los celebrados comienzos de Foster Wallace
con esa novela mencionada antes, La
escoba del sistema, hasta poco antes de suicidarse. Gracias a ese orden,
éste es más que un libro de entrevistas: es una biografía no declarada, es un
manual para “escuchar la voz” de uno de los escritores más importantes de este
siglo y del pasado. Porque David Foster Wallace, entre otras muchas aptitudes y
habilidades, hacía algo que está al alcance de muy pocos: variar el ritmo
dependiendo de las exigencias de la narración que tuviera entre manos,
acelerando y decelerando y apretando en las curvas como si estuviera
conduciendo un coche de carreras por caminos peligrosos y precipicios al borde
del abismo, algo que, por ejemplo, hacía muy bien Hubert Selby Jr.; estos dos
autores son capaces de meterte de lleno en una oración kilométrica, a lo largo
de varias páginas, una oración que te doblega, te apasiona y te subyuga y, de
pronto, frenan de golpe y cambian de velocidad, introduciéndote en una amalgama
de frases brevísimas, casi latigazos, a la manera telegráfica de un James
Ellroy.
Como Álex Portero apuntó acertadamente en su reseña, hay
que leer Conversaciones con David Foster
Wallace (editado y seleccionado por Stephen J. Burn) con una libreta a
mano, o con papelitos para meter en aquellas páginas donde uno ha encontrado
sentencias y enseñanzas y nombres que quiere anotar al concluir la lectura. Yo
suelo leer con pequeños papeles al alcance (de post-it, o de lo que encuentre
en mis bolsillos si no estoy en casa: entradas de cine, viejos tickets de
metro, papeles de la compra o recibos y facturas); cuando terminé de leerlo vi
que el libro estaba lleno de esos papeles amarillos. Eso significaba que quería
anotar un montón de frases. Significaba que tendría que copiar medio libro en
mis archivos. No voy a poner todas esas anotaciones aquí: primero, para no
agotar la paciencia del lector; y, segundo, porque prefiero que ellos solos
descubran muchas de esas sentencias.
Estas entrevistas (y retratos y perfiles breves, como el
que hace al final David Lipsky, autor de un libro de conversaciones con DFW que
leo de vez en cuando en inglés) nos ofrecen el carisma de un escritor
inolvidable, la lucidez de una de las mentes más privilegiadas e irónicas de la
literatura, la sabiduría inalcanzable y el talento mayúsculo de quien supo
combinar clasicismo y postmodernidad, el gusto exquisito de un tipo lastrado
por las depresiones y la inventiva inagotable de quien, quizá sin proponérselo,
se convirtió en paradigma de muchos escritores. Tomen nota:
«Cuando escribes
ficción», explica como parte de su crítica a un relato sobre una chica joven,
su tío y el mal de ojo, «estás contando una mentira. Es un juego, pero los
hechos deben estar claros. El lector no quiere que se le recuerde que se trata
de una mentira. Ha de ser convincente, o la historia nunca cuajará en la mente
del lector».
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«Escribir ficción me
ocupa todo el tiempo», explica. «Me siento y el reloj deja de existir durante
unas cuantas horas. Probablemente eso sea lo más cerca que podamos estar nunca
de la inmortalidad. Me aterra sonar pretencioso porque cualquiera que escribe
ficción dice “Mirad esto que he escrito”».
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«[…] La narrativa o mueve montañas o es aburrida;
o mueve montañas o se sienta sobre su propio culo».
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Soy el único
«posmoderno» que conocerás que adora totalmente a León Tólstoi.
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Soy un fan acérrimo
de Don DeLillo, aunque creo que su último libro es uno de los peores. Me
encanta el DeLillo de Americana y End
Zone y Great Jones Street, Los nombres y Libra. Quizá El
arcoíris de gravedad sea mejor libro,
pero no creo que haya nadie en su línea desde Nabokov que haya publicado una
colección de obras mejor que la de DeLillo. Me gusta Bellow, y también mucho el
Updike temprano: La Feria del asilo, En
torno a la granja y El Centauro, simplemente en términos de pura escritura
jodidamente bella. También hay muchos escritores latinos: Julio Cortázar,
Manuel Puig, ambos fallecidos recientemente. Hay escritores jóvenes de los que
ya te he hablado, como Mark Leyner, William T. Vollmann, que publica cuatro
libros este año, Jon Franzen, Susan Daitch, Amy Homes. El mejor libro que he
leído últimamente es de la mujer de Paul Auster, que se llama Siri Hustvedt. Es
una noruega de Minnesota que escribió aquel libro titulado Los ojos
vendados. No es que sea muy divertida,
pero vaya si es inteligente.
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No hace falta
pensarlo mucho para darse cuenta de que nuestro terror a las relaciones y la
soledad, que son como sub-terrores de nuestro terror a quedar atrapados dentro
de un yo (un yo psíquico, no simplemente un yo físico), tiene que ver con la
angustia de la muerte, el reconocimiento de que voy a morir, y a morir
totalmente solo, y el resto del mundo va a seguir alegremente sin mí. No estoy
seguro de que pudiera darte una justificación teórica meditada, pero tengo la
profunda sospecha de que gran parte del propósito de la narrativa consiste en
agravar esa sensación de encierro y soledad y muerte, para inducir a la gente a
afrontarla, puesto que cualquier posible salvación humana requiere que antes
nos enfrentemos a lo que nos resulta espantoso, a lo que queremos negar.
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Utilizo una
razonable cantidad de material pop en mi ficción, pero lo que quiero decir con
ello no se diferencia en nada de lo que otra gente quería decir cuando
escribían sobre árboles y parques y caminar hasta el río para recoger agua hace
cien años. Simplemente se trata de la textura del mundo en el que vivo.
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Creo que es el mejor
momento para estar vivo y probablemente sea el mejor momento para ser escritor.
No estoy seguro de que sea el momento más fácil.
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«Las novelas son
como los matrimonios», dice Wallace, cogiendo otro mondadientes de la caja que
lleva en su mochila. «Tienes que tener ganas de escribirlas, no porque lo que
escribas en ellas vaya a gustar, sino porque es bastante triste terminarlas.
Tienes que entender que escribir novelas conlleva algo tan raro e infantil como
tener un amigo invisible al que después matas, algo que nunca estuvo vivo salvo
en tu imaginación, y se supone que has de salir a comprar alimentos y hablar
con gente en fiestas y todo eso. Los personajes de los relatos son diferentes.
Están vivos en el rabillo del ojo.
»No tienes que vivir
con ellos.»
[Traducción de José Luis Amores]